• La educación no cumple sus cometidos;
  • ni hablar de la salud y de los hospitales públicos;
  • en las instituciones el ciudadano de a pie no cree;   
  • los políticos han perdido la poca cordura que exhibían;
  • a fuerza de papeletas se mueven;
  • los funcionarios en campaña perpetua sus cartones no atienden;
  • para las primarias en algunos ministerios listas  pasan;
  • mentiras y abusos por dondequiera;
  • apagones arreciando y nada de agua en las plumas;
  • en el limbo quedaron Odebrecht y los Tucanos;
  • una farandulera nombrada en los Emiratos, y
  • Cesar El Abusador, tal un héroe de telenovela, se ríe a carcajadas en su cueva dorada.

Resultado de todo lo anterior: drogas, alcohol, homicidios, feminicidios, corrupción, violencia por dondequiera; esa es la triste letanía que vemos inscribirse a diario en los titulares de los medios de comunicación y es la imagen que proyectamos afuera.

Las principales víctimas de este descalabro social son nuestros jóvenes. Prueba de eso los cinco muchachos de entre 15 y 22 años, hijos de familias acomodadas de San Francisco de Macorís, víctimas de un accidente de tránsito que bordea el suicidio; un jovencito que ahoga su amiguita en una piscina; un hijo de militar que asesina a su madre y el número siempre ascendente de feminicidios que se agregan a las vidas tronchadas de todas las Marlin y Anibel y de sus familias.

Estos datos no sólo se pueden atribuir al porcentaje que tiene cada sociedad de personas homicidas, feminicidas y autodestructivas. Se relacionan directamente con el descalabro social, con la violencia generada por la inequidad y con la pérdida de valores de una sociedad en profunda mutación, huérfana de instituciones que cumplan con sus papeles y de liderazgo positivo.

La violencia es un problema estructural que guarda una estrecha relación con la carencia de oportunidades, con la “mala repartición del pastel”, con la desigualdad social y con la marginación de una parte de la población. También está directamente conectada con el carácter autoritario y patriarcal de nuestra cultura.

Contrariamente al credo pregonado por nuestras autoridades de que el partido en el poder es la única garantía de progreso muchos dominicanos se declaran sin esperanza de futuro, sin utopía, sin fuerza moral para construir un país para todos, un país de ciudadanos con deberes y derechos.

Más allá de este desaliento, que parece estar bastante extendido, trabajar en el fomento de una sociedad más justa, con verdaderas oportunidades para el desarrollo humano, con instituciones transparentes y confiables marcadas por un paradigma democrático, parece ser la única alternativa para erradicar la violencia y disminuir la criminalidad.

Se trata de la reconstrucción de lazos sociales que revelan quiebres importantes, de diseñar estrategias innovadoras para comprometer al ser humano a favor de la sociedad en general, y de su comunidad, en particular. Se trata de  amar gratuitamente a las personas como portadoras de dignidad y valores más que al dinero y a los bienes materiales.

Es cierto que para lograr plenamente estos propósitos se requerirá de la puesta en marcha de un amplio proceso de transformaciones a nivel colectivo.

No obstante, estos objetivos deben formar parte, desde ahora, del quehacer reflexivo y práctico de los profesionales de la salud mental y de los ámbitos psicosociales y comunitarios, así como de todas las personas que están dispuestas a trabajar a favor de un país más sano y más equitativo.