Hace mucho tiempo, desde antes de conocerlo personalmente, que vengo acechando a Andrés L. Mateo.
No puedo precisar cuándo fue la primera vez que lo leí y consideré que lo que yo acababa de leer él lo había escrito pensando en mí. Y entonces pensé más o menos: ¡Diablos, parece que este tíguere me conoce!
Y lo grande es que cada vez que lo leo hoy, pienso lo mismo.
Tampoco me es posible precisar quién fue la primera persona (quizás treinta años atrás, o talvez más) a la que le pregunté por él y me dijo lo que yo ya había pensado: "Ese es un hombre serio" (aunque se ríe, hace chistes y creo que hasta se bebe su traguito).
Deben saber, lo aclaro de antemano asumiendo todo riesgo, que sigo diciendo lo mismo.
Cuando supe que había nacido y lo habían criado en San Juan Bosco, lindero sur del Villa Consuelo que propició mis primeras aventuras y sueños, me dije: ¡Vaya usted a saber si jugamos pelota en Don Bosco en el mismo equipo; si estábamos allí cuando Manuel Mota dio aquel jonrón que pasó por encima de la cúpula del templo, o si vimos las mismas películas que nos ponía aquel cura bueno cuyo nombre ya no recuerdo!
Más difícil aún me resulta decir que he leido absolutamente todo lo que él ha escrito, porque ha escrito demasiado, y creo que nunca se le ha ocurrido hacer una pausa en su doble ejercicio literario y de su buena pasión ciudadana.
Pero sí puedo afirmar, eso sí, que aunque no lea todo lo que él escribe (porque a veces los afanes de la apabullante rutina diaria no lo permiten), que sigue escribiendo por mí y por nuestra generación, la que nació a la conciencia a coñazo limpio en los inicios de los sesenta.
Lo que quiero decir, con este reconocimiento que le hago, es que todos debemos tener como lo tengo, sentido de pertenencia a nuestro tiempo y, con eso, orgullo por nuestros méritos generacionales, incluyendo el sentido aleccionador de nuestras derrotas.
Lo que quiero decir, pues, es que Andrés L. Mateo, con los principios y valores que están en sus escritos, me representa en visión de la vida pública y procedencia.
Y hasta le concedo el ocasional derecho a equivocarse. Porque al cabo, como usted y como yo, es esencialmente humano.