La cuaresma invita a una reflexión sobre la fe y los políticos. En una democracia genuina, que funcione con un sistema de balances y verificación, las leyes existen para proteger los derechos de las minorías. Por lo tanto, la idea de que un ciudadano defienda con firmeza sus principios, incluso si lo hace solo, resulta más convincente que todas las tramas urdidas por los expertos en la opinión pública.

Incluso, como afirmara el expresidente estadounidense, Andrew Jackson, “un hombre con valor hace una democracia.” Sin embargo, también es cierto que en democracia, la voluntad del pueblo manda. Si todo el mundo insiste en bloquear todo, todo el tiempo, o meter preso a todo el mundo sospechoso de cometer chantajes, sobornos o alimentar la corrupción, el resultado podría ser la parálisis del gobierno, y la inhabilidad de los procesos democráticos para alcanzar cierta práctica de acomodo en asuntos que la nación necesita resolver.

La capacidad de lograr acuerdos prácticos sobre asunto específicos en el caso dominicano, digamos la corruptela multinacional de la empresa brasileña Odebrecht, el aborto en las adolescentes, el déficit del estado, la voracidad fiscal, el monopolio de los apagones, instituciones disfuncionales, los derechos de los homosexuales o los pederastas en las iglesias, no depende en gran parte de masivas protestas públicas en las calles ni del peso de la opinión pública; sino, de la manera en que nos relacionamos con la fe religiosa y con los políticos

Si como ciudadanos y agentes del cambio social se asume que nuestras posiciones políticas o religiosas son puestas en vigencia por la voluntad divina, entonces toda postura que asumamos se convertirá en un asunto de principios. De manera que si nuestras causas religiosas se tornan en cruzadas contra el Gobierno, instituciones, funcionarios, etcétera, entonces una solución práctica y razonable resultará cada vez más lejana y difícil de alcanzar debido al maniqueísmo y a la atomización.

Por el contrario, si confiamos más en nuestra capacidad de pueblo, de conocer y hacer evidente no sólo la fe que mueve montañas y la firme voluntad de Dios, y si la misma fe nos llena de modestia como ciudadanos y políticos, nuestra efectividad como pueblo es o debería ser con más probabilidad coronada por el éxito, y el resultado de la labor política se convertiría en un don de la nación, no en una maldición.

El cristianismo debería ser una verificación cruda y permanente de la realidad que nos rodea, de nuestros gobiernos, de sus leyes y de todo el papel de esa dinámica de producir leyes que se llama Congreso. Debiera ser el antídoto para todo lo grandioso que hay dentro de cada ciudadano y para cualquier batalla política que se tenga que librar, o amenaza interna o externa.

El cristianismo recuerda la infinita distancia que existe entre la clase de ciudadanos y políticos que somos y la clase de personas que Dios desea que seamos. El error del cristiano conservador es pretender codificar los requisitos de la fe en un programa legislativo. El resultado es que la ley toma precedencia sobre el amor, cuando debería ser todo lo opuesto.

Quienes protestan, quienes demandan, quienes exigen deben tomar en cuenta que el Gobierno no está en capacidad de asumir la posición de cada individuo como si fuera la ley misma, o romper con todas las leyes del Estado y hacer lo que le place en virtud de que lo hace por amor o por complacer intereses afines. La realidad es que el Gobierno funciona en un mundo real lleno de corruptos, pecadores y de santos, y de muchos más que tienen un poco de todo.

De manera que el Gobierno reprime a los individuos, incluidos aquellos con los peores instintos –en lo que debería ser el papel de la Justicia—en vez de fomentar las mejores inclinaciones humanas canalizadas por la fe y la caridad, por medios de instituciones humanitarias. Los cristianos en democracia viven dentro de un sistema de leyes creados por legisladores que realizan negocios con el Gobierno, con todos los compromisos que ello implica, bajo el sofisma de que la política es el arte de lo posible.

Ese método de “toma lo tuyo, y dame lo mío” refleja los valores mismos de la sociedad, y cambia gradualmente en la medida en que la sociedad refleje los cambios. El mandato del amor puede influenciar el sistema de leyes, pero el sistema de leyes no puede encapsularlo, debido a que el estándar de amor del cristiano genuino supera con creces todo lo que el aparato del Gobierno puede producir.