¿Tiene el Estado una política de seguridad pública definida? ¿Podrá el nuevo Código Procesal Penal reducir o frenar la oleada de inseguridad ciudadana? ¿Hay voluntad política y medios disponibles para ponerla en marcha? ¿O existe la postura deliberada de dejar a la ciudadanía a merced de los antisociales y atender asuntos prioritarios?

Las inquietudes surgen porque durante algunos años los ciudadanos disfrutaron de la sensación que daba caminar por las calles del país sin un ápice de preocupación por su seguridad personal, algo que hoy día ha cambiado 360 grados. El panorama actual refleja rejas por doquier, cámaras de vigilancia, temor y armas como protección.

En la mayoría de los casos de robos, asaltos y atracos –como el caso reciente del parque Las Praderas–  las críticas puntuales caen sobre el Gobierno, los responsables de impartir justicia y en particular sobre efectivos de la Policía Nacional, más que sobre los verdaderos delincuentes a quienes en ocasiones suele ampararles el beneficio de la duda, más que la incriminación de los hechos, en el plano mediático.

La otra realidad del lado oscuro de la inseguridad pública consiste en que además de un segmento social dedicado a delinquir, le asiste otro género de ciudadanos corruptos, pícaros, tramposos e indisciplinados

Para diseñar una política de seguridad pública efectiva es menester definir el marco de operaciones de la delincuencia, áreas o regiones de acción amplia, el grado de delitos cometidos, las circunstancias que le acompañan y más importante aún cómo hacerles frente. Lanzar más agentes a las vías públicas podría tener un efecto disuasivo, pero no efectivo, como ha quedado demostrado en múltiples ocasiones.

Por lo general, la primera línea de choque de los delincuentes son los agentes de la policía. Éstos no llegan de Marte ni de Venus. Ellos, con todo y uniforme, son frutos de la misma sociedad. Su misión, la de los honestos y decentes, es prevenir, detener, perseguir y reprimir a los antisociales y violadores de las reglas de la sana convivencia y de las leyes vigentes que aplican a todos por igual.

Mientras que el deber de la justicia es aplicar consecuencias a los infractores por vías de hecho, regenerarlos y reinsertarlos a la sociedad con otra filosofía y mentalidad más civilizada y menos violenta, que redunde en beneficio del tejido social y con menos carga para el Estado y costo para los contribuyentes, más allá de simples cifras frías.

De ahí que imponer penas de 20 y 30 años, algunos hasta sugieren cadena perpetua y otros la pena capital, no soluciona el dilema de proporcionalidad entre crimen y castigo en una sociedad que para algunos asuntos presume de ser civilizada; mientras que para otros, resulta tan brutal como cualquier otra y prefieren asumir las diferencias por la vía fácil de la violencia física o verbal en todos los estratos sociales.

El panorama de la seguridad pública se ha complicado en el país. Una razón es que muchas de las funciones de orden público que competen a nivel de ayuntamientos han sido transferidas de manera alegre a los agentes policiales quienes en muchos casos sí realizan su trabajo. La dificultad consiste en que el mismo se diluye en la cadena disfuncional de algunos abogados, fiscales y jueces en el escenario de los tribunales. Allí sólo obtiene justicia quien puede pagarla a base de tácticas dilatorias, reenvíos y de olvido. Lo cierto es que si existiera justicia genuina no habría necesidad de construir más cárceles.

La otra realidad del lado oscuro de la inseguridad pública consiste en que además de un segmento social dedicado a delinquir, le asiste otro género de ciudadanos corruptos, pícaros, tramposos e indisciplinados que incurren en violaciones de carácter venial como orinarse o defecar en la vía pública, alterar la paz, arrojar basura por doquier y apoderarse de los fondos y del espacio públicos, entre otras violaciones de ley.

Dichas infracciones debieran ser enfrentadas por acciones administrativas de los ayuntamientos, traducidas en multas por etapas, grilletes electrónicos, restricciones de servicio social, cursos de ética, moral y valores, así como de notificaciones de solución de conflictos por la vía pacífica y difusión pública oficial de los violadores. Para tener una política de seguridad pública por algún lado hay que empezar, y ese lugar es por casa…