Está claro que el Estado, como estructura coactiva, monopoliza el uso de la fuerza por medio de los cuerpos de seguridad con el objetivo de garantizar niveles aceptables de convivencia entre sus ciudadanos.
Este gran poder, no obstante, se despliega en el marco de una serie de límites destinados a controlar el ejercicio de dicha violencia, que la gran mayoría de veces llega a ser desmedida. Aquellos límites, o frenos, están contenidos en la Constitución de la República, en los instrumentos internacionales en materia de Derechos Humanos, así como en leyes adjetivas, y se refieren a derechos fundamentales como la vida y la integridad física y emocional de las personas.
Una interpretación armoniosa de estas disposiciones permite determinar lo que se considera fuerza legítima y cuáles son sus alcances. Ante determinadas circunstancias, por ejemplo, se estima aceptado que la policía emplee la fuerza letal en su labor de protección de las y los ciudadanos, pero siempre de forma proporcionada y frente a una evidente necesidad (v.g., un estado de necesidad y/o legítima defensa).
Para poder cumplir con estos principios esenciales de cualquier Estado que se precie de ser garante de los derechos, la policía, y demás órganos encargados de hacer cumplir la ley, deben ser capaces de evaluar de forma racional cuándo se encuentran, o las víctimas, en real peligro inminente de muerte como para hacer uso de los medios más violentos con los que cuentan, o de lo contrario se trataría de actos propios de regímenes autoritarios donde la violencia irracional es impuesta sin posibilidad de resistencia.
El Estado dominicano, de tal suerte, al apoyar, promover y encubrir los incontables casos de abusos y crímenes policiales, cae indefectiblemente dentro de la categoría de anti-democrático y arbitrario. Para la institución del “orden”, como he dicho en otras ocasiones, la vida de ciertos ciudadanos estereotipados vale menos que un chele.
Que se trata de una práctica institucionalizada, la de ejecutar extrajudicialmente a algunos individuos (aunque no esté así tipificada), es ya un hecho comprobado sin necesidad de mayores pruebas. Bastaría con leer el periódico, ver las noticias, o algunos vídeos que andan todavía por las redes sociales, para confirmar que no son acciones aisladas o casos raros aquellos en los que termina muerto un supuesto delincuente en los eufemísticos intercambios de disparos. La verdad parecer ser que la policía los busca, los enfrenta, los acorrala y los mata. Luego, entonces, sale la noticia publicada en los diarios (en primera plana cuando se trata de ‘los más buscados’) con titular igual de escandaloso, aunque no lo suficiente como para generar la reacción adecuada de las autoridades judiciales competentes, y de los mismos medios de comunicación: “En menos de 24 horas la Policía mata a los dos acusados…”.
Pero, ¿cuándo veremos la primera sentencia condenatoria de tribunal nacional que recaiga sobre el Estado dominicano por su práctica sistemática de crímenes, actos de tortura y desapariciones forzadas? Porque la cuestión es que la pena de muerte aquí nunca ha sido abolida. Hablemos franco y llamemos las cosas por su justo nombre.