El poeta cree colocarse por encima de la vida, la cual constituye, no obstante, la condición excluyente de su errancia. Despreciar la vida, renegar de ella, asumir su nulidad, son los gestos con los cuales el poeta puede destruirse. El sujeto bajo estas condiciones es incapaz de interpretar su propia fragilidad o su propia muerte por la simple razón de que ha sido inventado para defenderse de ella, al mismo tiempo que de las seducciones, las del destino, por ejemplo, que provocan su extravío.
Esta posición de poeta marginal ha pasado a ser simplemente insostenible. Rechazado o anulado en la indiferencia. Vivimos las convulsiones de esta subjetividad radicalmente crítica y no paramos de inventar otras nuevas, pero esto ni siquiera es dramático: la exclusión del poeta se ha desmoronado. Y la evidencia de asumir este tipo de comportamiento se ha convertido en un mito. Este cuestionamiento, empero, no ha alterado radicalmente el postulado metafísico de su preeminencia: obligado a poner en juego, en tanto que sujeto, su debilidad, su fragilidad, su masculina muerte; obligado a admitir en tanto que tal (no sólo como sujeto psicológico, sino también como ser sensible opuesto al poder), el poeta se ha visto atrapado únicamente en el melodrama de su propia exclusión; ya no puede siquiera desasirse de él. Él es su propia muerte.
En el orden de la existencia mundanal, el poeta aspira a adaptarse y generalmente se ve obligado a ello –salvo rarísimas excepciones, en especial, Lacay, Artaud, Rirnbaud–a la convención ético-social y a encontrar bajo el régimen de la norma un lugar ocupable, a costa de sacrificios y mutilaciones de la personalidad, pero finalmente compensados por los beneficios y seguridad que le proporciona la aceptación social; puede también renunciar a esa ubicación y sobrevivir, precariamente, en la resignación, abandonado en los intersticios que el sistema normativo social ha dejado al azar, porque aún no se ha visto en la necesidad de absorberlos. El poeta puede no aceptar el absoluto de lo establecido.
Estos no son escalafones de la sociedad ni rangos de la jerarquía humana: son disonancias o asonancias establecidas por las leyes de la sobrevivencia en la sociedad. El mundo factualmente dado así, y la consideración valorativa en este orden de cosas es insignificante. A lo sumo, podría adelantarse la suposición de que hay vidas más imprevistas que otras, destinos furtivos admirablemente extraños, seres que el torbellino de la vida arroja más allá de sí mismos. A este mundo no se le reconoce el derecho a lo imaginario -el derecho de la libertad-, entre la "realidad" y lo imaginario, la separación debe ser radical, porque de lo contrario el precio a pagar resultaría demasiado alto: la monstruosidad, la demencia, el delirio o un final que, aun siendo majestuoso en su tragicidad, le rinde un tributo inmerecido a la destrucción y a la muerte.
Las relaciones del mundo imaginario son diferentes a las de la vida. Son el orden "otro", el de los artificios como el poema, la música, la imagen, la figura, lenguajes ficcionales, y en este orden las cosas suceden de otro modo, aunque los elementos de los que se nutre provengan de la vida misma. Esos elementos, transfigurados en un flujo desiderativo sin restricciones, adquieren una belleza que atañe a la intimidad más honda de cada ser: la metamorfosis de un orden injusto e inexorable en uno a la medida de los deseos.
En el caso de la poesía moderna este desarrollo es notorio. Para la poesía mítica, poesía de los orígenes, la conjunción entre lo terrenal y lo imaginario se vive en el ámbito de una experiencia total, en la inmanencia del todo, limitado y abarcable en una historia individual y colectiva, en la que el pasado es historia "reciente", sucesión que se recupera en la vivencia. En la medida en que la trama de las relaciones interhumanas se complica con lo extrahumano, paulatinamente socializado, el conjunto se "historia" aumentando las determinaciones y particularidades que separan lo poético de la realidad, pero todavía entre ellas persiste un trazo de unión, cierta lógica de armonía. Pueden convivir, si no en la adecuación, por lo menos en el rechazo refractario de la fuga.
La conciencia del artista se transforma así en una imposibilidad y angustia. Su vivir en una aspiración perdida, que no hace más que reaparecer volviéndose un objeto sin destino. Por eso, el paria va más allá, en un movimiento perpetuo de desilusión, cuyo exceso crea una desorganización aún mayor que el exceso del desorden vital que él mismo asume. No ser sensible a este grado de realidad equivale, finalmente, a no ser capaz de ser uno mismo un paria, un desesperadamente perverso de la vida.