No por ser obvio hay que dejar de decirlo: la concepción del poeta que predomina en nuestra sociedad, desde Platón hasta el Romanticismo, es la del ser desdeñado y proscrito. La del paria: extravagante y excéntrico. El ser de las expiaciones y las culpas.
Podemos decir sin temor a equivocarnos, que el poeta constituye hoy un antihéroe social. La víctima fascinada de un ser en construcción o, mejor, en desfundamentación. Muchos de estos creadores parecen seres
indefensos, menos capaces de vivir y, por lo tanto, más capaces de asombrarse de la vida. Incluso diría que estos poetas son fuertes en lo que tienen de débil. Precisamente, de allí les viene su energía renovada, en ese punto donde se deshacen en el extremo de su debilidad.
Y aún es necesario decir más: cuando se ponen a trabajar, en la despreocupación de sus dones, muchos son seres aparentemente normales, que viven naturalmente, y es a la obra sola, a la exigencia que está en la obra, que deben este crecimiento que sólo se mide por la mayor debilidad, una anomalía, la pérdida del mundo de ellos mismos. Así Goya, así Nerval, así Larnouth, así Lacay. En la extremidad huidiza de sí mismo el poeta anuncia su propia muerte y en tal estado naciente de su muerte funda un habla: la del horror. Éxtasis de dolor y miedo. Puntos extremos de la huida. De esa misma huida nace una sombra de abyección: una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante.
La abyección en sí es un punto de fuga infinito de una búsqueda constante. Es un objeto caído, radicalmente un excluido que atrae hacia el sentido que él mismo destruye. Nada mejor que la abyección de sí para demostrar que, según Julia Kristeva, toda abyección es de hecho un reconocimiento de la falta fundante de todo ser. Por eso esta carencia es anterior al ser y al objeto mismo- al ser del objeto del deseo: su único significado es el poeta y su mayor significante el habla, la poesía.
Reflexión que se realiza en y por el habla. El habla es esta errancia. El hablar es el lugar de la dispersión. Por lo tanto, "aquel en virtud del cual existe lo abyecto es un arrojado, que (se) ubica, (se) separa, se sitúa, y, por lo tanto, erra, en vez de reconocerse, de desear", de pertenecer o rechazar. "En lugar de interrogarse sobre su ser, se interroga sobre su lugar. ¿Dónde estoy?, más bien que ¿Quién soy?" Ya que el espacio que preocupa al ser arrojado y excluido, jamás es uno ni homogéneo, ni totalizable, sino fundamentalmente divisible, plegable, catastrófico.
Constructor de territorios, de lenguaje de obras, el arrojado, en el lenguaje de Kristeva, no cesa de delimitar su universo, cuyos confines fluidos, -estando constituido por el sujeto marginal, demoníaco y perverso-, cuestionan constantemente su solidez y lo inducen a empezar de nuevo. Constructor infatigable, el arrojado es un extraviado, un viajero en una noche de huidizo fin. Tiene el sentido del peligro, de la pérdida que representa el objeto, es decir, la realidad, la abyección, el delirio, la esquizia, pero no puede dejar de arriesgarse en el mismo momento en que toma distancia de aquella. Y cuanto más se extravía, más se salva, pues el paria obtiene su goce de este extravío en el ámbito de lo prohibido. Lo contrario es la dejadez vital, la actitud pasiva, el asco a esa reacción al poder, que decide: es la llamada decadencia literaria, el pesimismo bello que asumió Rimbaud. Y quizás, también, en nuestro país, Luis Alfredo Torres.
En este punto, el extremo de lo posible de la actitud agónica vigoriza, pese al abandono del poema en el momento mismo de interrogación del ser. La esquizia espiritual en plena condición "pariánica" amenaza los límites
racionales de la vida. La errancia, la crispación dominan lo espiritual y empujan a la alucinación. El desasosiego amenaza siempre y ejerce sobre el poeta un como "chantaje" permanente. Por esta amenaza, la existencia está cargada de incertidumbre, aun de un mistérico olvido.
El poeta está a la vez sujeto al reino del misterio y a la amenaza que la errancia hace pesar sobre él. El uno y la otra lo mantienen en la angustia de la sujeción, por el hecho de esta oscilación perpetua entre el misterio y la amenaza. Pero por su alucinación, dolor y esquizia, la errancia del poeta contribuye a hacer nacer ese recurso que él mismo puede destacar de su existencia y que consiste en sucumbir en su soledad o pereza.