Se levantó temprano. Hizo sus acostumbradas abluciones. Con el primer café contempló la mañana luminosa. Buscó las noticias políticas y de la UASD (pues su mando supremo soñaba ocupar). Reflexionó sobre las más frescas vivencias en los entretelones de “el Partido” (cuyo nombre reverenciaba con inmensa pasión). Se vistió sin saco ni corbata y salió a buscar urgentemente un micrófono para pronunciar la frase con la que hoy, cuarenta años después, no sabe qué hacer: “El país se divide en dos clases de personas: los peledeístas y los corruptos”. (No podía imaginar que esa frase sería un estigma que lo condenaría a una gris posteridad).