Por primera vez en los 17 años que ha gobernado el PLD, la situación se puso agria. En 1996-2000, el Gobierno peledeísta fue un ensayo, un aprendizaje. Llegar al Gobierno fue en sí mismo una hazaña; sin la mano de Joaquín Balaguer no lo hubieran logrado. Perder en el 2000 no constituyó mayor trauma; en la derrota también estuvo Balaguer que, al borde de la muerte, fue nuevamente candidato.

De 2004 a 2016, el PLD gobernó a sus anchas, en condiciones sumamente auspiciosas. Hubo conflictos y demandas, ¡claro!, ¿cuándo no?, pero no hubo oposición potente ni creíble.

A partir de 2004 el PRSC entró en descomposición acelerada, y el PRD, luego de la crisis económica de 2003-2004 quedó desacreditado. La división en el 2015 coronó el poder omnímodo del PLD.

Pero en política nada es eterno, y a veces las condiciones cambian a una velocidad inesperada. El escándalo Odebrecht estropeó la zona de confort peledeísta, ¡y de qué manera!

Eso no quiere decir que en el país haya una crisis sistémica de inminente colapso político. No quiere decir tampoco que la oposición se haya recompuesto y esté en ascenso.

Lo que quiere decir es que el PLD perdió su hegemonía discursiva de progreso, de organización y eficiencia. Ahora es uno del montón.

Si todos los gobiernos anteriores fueron corruptos, y lo fueron, el PLD también es corrupto. Si todos los partidos se dividieron, el PLD sangra división no consumada. Si todos los gobiernos anteriores se debilitaron, el PLD también se ha debilitado. Para los peledeístas, acostumbrados a creerse superiores, esta inscripción negativa es una novedad.

En la República Dominicana no hay actualmente una crisis sistémica porque la economía todavía no se ha resquebrajado; y es muy difícil que en el país se produzca una crisis política sistémica sin una crisis económica.

El Gobierno permanece estable, aún con fuertes vientos en su contra (hartazgo, corrupción, ineficiencias), porque la oposición no ha logrado proyectar un liderazgo político que impacte la sociedad, creíble y de amplias adhesiones.

Las expectativas de cambio se cifran en la Marcha Verde, pero si un movimiento social no se articula con un proyecto político, o no lo produce, no es opción de poder; y si no es opción de poder, no transforma los ejes de la política.

El tambaleo político actual genera expectativas de cambio, y en los próximos meses habrá muchos despliegues de instrumentos simbólicos para ver qué impacto tienen, y qué posibilidades hay de que los actores políticos se recuperen y reposicionen.

La carta pidiendo la renuncia de Danilo Medina es un ejemplo de instrumento simbólico, a ver si pega.

Que la carta fuera tema central de discusión en los últimos días es un triunfo para sus promotores. Que la renuncia del presidente no se vislumbre es un triunfo para el Gobierno.

En este affaire, ambos lograron su cometido. Los oposicionistas pidieron lo máximo, ¡la renuncia! El Gobierno no perdió nada; con un simple “déjenme trabajar” Danilo Medina volvió a su cotidianidad. Los medios de comunicación, espacio de la escenificación, se decantaron en uno u otro sentido.

Cuando las cuerdas del sistema se aflojan, que no es lo mismo que una crisis sistémica, se flexibiliza el juego político, se buscan nuevos márgenes de ganancia. Todos los actores saben que habrá ganadores y perdedores.

La dificultad actual para la recuperación de todos los políticos es que el escándalo Odebrecht ha producido una rápida depreciación de la política. Se siente un gran vacío, y el PLD, incapaz de reorganizarse, vegeta sin rumbo, sin destino.