Adrián Javier fue un poeta evocador de islas, sueños, horizontes y lenguajes. Su lugar y tiempo en la poesía dominicana se debe a la vastedad de universos visibles y observables en libros como: El oscuro rito de la luz (1989), Bolero del esquizo (1994), Erótica de lo invisible (2000), Escribir en femenino (2000), Idioma de las furias (2000) y Tocar un cuerpo (2008), entre otros.
La indignación y el placer entonces son los valores de una poeticidad que se orienta mediante el uso de elementos poéticos y ontológicos. Cito:
“¡estamos rotos!
todos estamos rotos
y perdidos en la casa”
El poeta llama a sus demonios para encontrar su propio sendero, dentro de un universo que intuye, rechaza o absorbe aquello que se ha logrado mediante la visión irracional de una escritura donde el mundo-tacto se asume o reconoce.
Las vibraciones de la memoria, los ecos y números en sus estados cambiantes, vaticinan el cadáver que es el mundo, así como el sufrimiento que es la nada que acompaña al ser y al “trascender” del cuerpo en la aventura.
Se trata de un cuerpo atrapado en su levedad y en su danza originaria. Aquello que grita el cuerpo supone la quebradura del yo, la pulsión de la letra en un sendero donde la voz no agota el espesor del sentido, ni del espacio propio del poema.
El rutario poético de Morir sin conocer la nieve (2013), se podría definir a partir de varios tiempos de la poeticidad:
“…mar antiguo
y resquemor de pestes
¡oh nave ave
de vuelo leve
aleve
sortilegio
y mal respiro”.
Advertimos en este libro el curso de un idioma secreto, de una clave también secreta que no percibe más que vuelo, sortilegios atronantes a través de un cuerpo que se alumbra en la vastedad de la mirada.
¿Qué es lo que agoniza en el poema? ¿Qué es lo que sutura el verso mediante los acentos nucleares y conformativos de sus cardinales significantes? El poeta descubre su propio espacio mediante una intuición del agon, de ese absurdo menoscabo que como ceniza se convierte en locura, en muerte, en madre, océano en un tiempo de la creencia y arrojo del mundo.
La estrategia utilizada para pensar o estructurar la materia sensible, anuncia y enuncia a la vez su propósito de fundación. Lo que late en la sílaba, en la palabra, en el verso y en el orden estricto de la expresión poética, no es más que la posibilidad de asumir un trasiego pendular del ritmo y de la esfera propia de los espasmos circulares de la poeticidad:
“sobre la palabra
que solo su vuelo
incendiario beatifica”
Así pues, lo que origina el alumbramiento es el oído profundo de las unidades constitutivas del poema, el gesto donde la imagen traduce el mundo, sus encuentros y desencuentros; donde el poeta es el hereje, el condenado, el renegado del poema mismo; y como en Spinoza, el que traiciona su creencia volviéndose el eco perdido de una tradición y la imagen denegada del origen.
Adrián Javier deja hablar la memoria, sin reparar en aquello que el horizonte de sentido agrava sin tener garantía de un acto que se puede enmendar como borde y crispación de ese tacto y de esa metáfora surgente del lenguaje.
Lo que ha quedado entonces es la andadura de una imagen catastrófica, pero a la vez, silente, preterida y hollada; seminal e inadvertida de esa tensión que percibimos en lo visible e invisible; trastorno de la letra y desmembramiento de la trama donde el poema empuja cuerpo y memoria; donde lo erótico ha conseguido ya vencer el número del acto y la razón.
El tiempo es además ritmo y tono, posición de lo invisible y sutura de lo sensible. Una estética del fragmento y a la vez un pronunciamiento en cuya base encontramos la huella, el declive, los abismos de la interpretación; es lo que ha querido establecer el poeta en la versión, inversión y transversión de su propio imaginario.
He ahí cómo la tradición moderna y sus consecuencias convocan una memoria fragmentada y un estallido del sentido sobre la base del sinsentido. El supuesto de que toda poética de la negatividad se asume como renuncia ontológica o como escatología del poema, no es más que un camino donde la agudeza del poema se traduce como posicionalidad del ente en la premura de un espacio que solicita el empuje de la forma. El elemento trascendente y prominente del poema requiere entonces de un tacto abarcante y por lo mismo relevante de lo visible puesto en conflicto. Este conflicto va asegurando el aura, la dislocación del cuerpo mismo en sus variados estados de materia, linfa, aire y levedad.
De ahí que el poeta entienda que el tacto y el cuerpo son caminos del grito poético y de la levedad de la mirada. Así las cosas, la unidad temática y formal de este poemario, así como de los tres últimos poemarios de Adrián Javier, requieren de los pulsos propios de una lectura gratificadora y sobre todo impulsiva y destructiva de toda presencia alucinante que se quiera erigir en espesor y tiempo del poema. Se trata entonces de mirar y develar al mismo tiempo lo que la mirada justifica.
Un ejemplo de cardinales tópicas y combinatorias es el siguiente:
“¿quién dispone los signos
las bajas presencias
los tonos
las crepitaciones
los volúmenes
las pasiones
el espacio donde a veces
sucumbe sin memoria
nuestro espíritu?”
A partir de dichos ejes pluritemáticos textualizados en el poema, se hace observable la extensión del fenómeno-poema como estambre erótico, rizoma o tubérculo en el sentido de Deleuze-Guattari, campo de fuerza y abismo del lenguaje, sonoridad de la sensación y visualidad de fragmentos poéticos en tanto que emblemas seductores de la escritura,
la forma y memoria de la presencia:
“¿qué nada nos habita
cuando un antiguo amor
se hace nombrar?
¿adónde la verdad
y cuál el espesor
de nuestro sino
tremebundo?”
Lo escuchado no es lo parecido, lo turbado por el tono mismo del verso en su identidad y desafío sintáctico. El punctum otra vez acoge oído y puente de palabras suspendidas, pero que en su entidad procrean la metáfora y el mito:
“…un enigma
dentro de la absurda
alforja del poeta
el mar en vendaval
y desenlace
la confusa plenitud
alejada de la muerte
un ave grave
se transparenta
y lo que pueda
del día
es su sesgo
irrepetible en el agua”.