Mi condición de soltero reincidente me ha permitido desempolvar los piropos. No me arrepiento: el piropo es el mejor amigo de los solteros (sean reincidentes o no). Los piropos son el mejor método para seducir a una mujer. Bien usados, los piropos son armas más temibles que las flechas de Cupido.
Debo aclarar que no hablo del piropo inocente que se lanza a una amiga. Ni del piropo rutinario que se dice a una esposa. Ni del piropo hipócrita cuyo objeto es una suegra. Hablo del piropo alevoso, estratégico, interesado. Del piropo que oculta intenciones libidinosas. Del que se regala cuando, en palabras de Sabina, “el alma necesita un cuerpo que acariciar”. Del piropo que hace honor a su etimología.
Piropo viene del latín pyrōpus , y este del griego πυρωπός. Originalmente se refería a una aleación de cobre y oro de color rojo brillante o al granate, piedra preciosa, cuando este es rojo intenso. Ambas acepciones son símbolos de la pasión. No en vano las aleaciones se obtienen con un fuego intenso y el rojo es el color de Eros y del Demonio.
Hablo del piropo producto de la pasión.
Piropos hay muchísimos. De muchísimos tipos. Tantos como piropeadores. Tantos como piropeadas. Pueden basarse en el humor, la poesía, la seducción, la arrogancia, la mentira, la osadía, e incluso en la grosería y el desprecio. Pero, a pesar de su variedad – la cual es aún mayor porque los piropos pueden mezclar más de una técnica – estos pueden clasificarse en función de la táctica que los caracteriza. Empezaré por la que me parece la más eficaz: la que busca provocar la risa de la codiciada.
“Femme qui rit, moitié au lit”, dicen los franceses. Traducción literal: « Mujer que ríe, a mitad en la cama ». Traducción muy libre: “Para hacerla llorar en la cama, primero tienes que hacerla reír fuera de ella”. Y no les falta razón: la risa genera un ambiente relajado. Rompe el hielo. Mezclar una dosis de humor con otra de galantería nunca falla, o casi nunca.
Recuerdo aquella lejana tarde en la que, en Boca Chica, un amigo más audaz que yo nos presentó a dos muchachonas con muchas curvas y poca ropa de la siguiente forma: “Hola, soy Coca Cola y este es Seven Up” Las risas provocadas por el “chiste” fueron el preludio de una lujuriosa incursión a La Matica. El mismísimo Rubirosa, seductor donde los hubo, recurría a esta técnica en apariencia inocente. Se dice que el París abordaba a hermosas transeúntes para preguntarles cómo podía llegar a la acera de enfrente.
Otra técnica es la de los versos. Así, se puede citar a Neruda: “Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos”. O a Huidobro: “¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?” O, en caso de que la codiciada tenga los ojos galanos, a un poeta anónimo: “Si tus ojos son de agua, no me dejes morir de sed”. Los piropos poéticos son exitosos entre las mujeres “lánguidas, leves y sublimes”. A condición de que el “poeta” no sea un pariguayo medio misógino que salga corriendo ante el éxito de sus piropos.
Sin dudas, el piropo clásico se basa en la seducción desvergonzada, en la seducción pura y dura. A los seductores veteranos no les tiemblan ni las piernas, ni la lengua, ni la mirada a la hora de lanzar alguna osadía. Recuerdo que un amigo, aficionado a esas maravillosas mujeres de las que ya he hablado, a esas cuarentonas a las que, por quedarle un atisbo de lozanía, se les llama “flores de la tarde”, atacó así a una de estas: “Yo a ti no te cambiaría por dos de veinte” La sonrisa de la halagada no le cabía en la cara.
En otra ocasión, asistí a una clase magistral del piropo. Acompañaba a un antiguo152 seductor, al que había abandonado su físico de Omar Shariff pero no lo habían hecho ::sus mañas de donjuán. Delante de nosotros, en la fila del supermercado, esperaba una mujer impresionante: cinco diez, piel dorada, curvas de espanto cubiertas a penas por un vestidito de tul, melena teñida de fuego que le llegaba a la espalda y unos espejuelos de sol última moda que ocultaban sus ojos galanos. “Disculpe, señorita, ¿Usted conoce a Amelia Vega?”, le lanz1ó con osadía. “Por supuesto” respondió, distante. Sin amilanarse, el seductor asestó el golpe mortal: “Cuando ella fue elegida Miss Universo, usted quedó primera finalista, ¿Verdad?” El cambio fue impresionante: La mujer se regodeó en su hermosura. Como para que admiráramos sus ojos – así supe que eran galanos – se quitó las gafas con una mano mientras con la otra se acariciaba incesantemente el pelo. Ya de vuelta al carro, el maestro, que tenía el físico rotundo de un Buda, me comentó: “El hombre se enamora por los ojos; la mujer, por la oreja”. Desde entonces lo tengo en un altar.
A veces, el piropo se basa en la mentira. O bien el piropeador exagera la belleza de la piropeada, o bien la inventa de la nada. Toda mujer – como miembro del género humano – creerá lo que quiere creer. Basta una sola prueba: diríjase a una negra retinta llamándola rubia. En la enorme mayoría de casos, la piropeada volteará la cara o le regalará una sonrisa blanca como la sal, de oreja a oreja. No hay que sentirse culpable. Ya lo dijo alguien: en el amor y en la guerra se vale todo. Ya lo dijo un cantautor: “Muchacha […] si pude haberte dicho tanta cosa falsa, será porque tu ambiguo corazón lo permitió”.
La belleza femenina produce en los hombres sentimientos muy intensos. Con frecuencia, los piropos solo sirven para expresarlos. “¡Dios mío, mátame nunca!” o “¡Dios mío, gracias por haberme hecho un hombre!”, decía un amigo dado al “creced y multiplicaos” cuando se cruzaba con una beldad por las calles de Bruselas. Otras veces, el no poseer a la mujer hermosa provoca una frustración que se traduce en piropos llenos de odio: “¡Abusadora!¡Criminal de guerra!” decía en estos casos un personaje de Boruga.
Hay un tipo de piropo que podría parecer incomprensible: el que, mediante groserías muy groseras, busca sonrojar, avergonzar o simplemente hacer reaccionar a sus destinatarias: “Dime quién es tu g… para ch… los d…”, por ejemplo. O: “arroz, que carne hay”. O: “Si yo fuera un rodillo y tu una carretera…¡Qué..etcétera! A estos casos se recurre cuando los favores de la doncella son completamente inalcanzables. Pero hay que piropearlas. Ya lo dice el bolero, es preferible el odio a la indiferencia. Así lo sentenció el maestro citado más arriba: “Tírale a todas, que la que no cae se va herida”.
Hay un tipo de piropos en el que el seductor se las juega todas: invitar a la admirada al fornicio, así, sin más. Es un piropo que se basa en la arrogancia, pues es preciso hacer la publicidad de las propias “virtudes”. Recuerdo a un locutor de Radio Azul que aplicaba esta técnica mientras se paseaba alrededor del Monumento. Describía con imágenes muy vivas sus técnicas sexuales, sus especialidades, sus posiciones, sus proezas. Con frecuencia lograba encender el deseo de la acosada y terminaban revolcándose entre los arbustos de los alrededores. Quien recurra a esta técnica debe estar preparado para coger su galleta. Pero dice Sabina de nuevo: “Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron y más de un bofetón…” En fin, que el que no se arriesga no gana.
Las cualidades del seductor son varias. Hemos mencionado la osadía. No puede temer ni el ridículo ni el rechazo: son gajes del oficio. Debe tener además, una buena cultura general y una buena memoria. Con frecuencia un buen piropo se descubre en una película (“¿Te gustaría bailar el mambo horizontal?”), en un libro (“¡Qué buenas postrimerías!”, a usarse en presencia de un buen culo) e incluso en Internet (“Recuerda bien mi nombre, en un rato lo estarás gritando”. O: “Qué lindo tu perro, ¿Me puedes dar su teléfono?”. O: “Qué bonito color el de tus pantalones. Pega muy bien con la alfombra de mi cuarto”).
Una buena memoria es útil, pero ¡Cuidado!: hay que huir los piropos gastados como el diablo de la cruz. El piropo debe parecer original, espontaneo. El que se aventure con un “¡Cuántas curvas y yo sin frenos!” o un “Si como caminas cocinas, etcétera”, no provocará la pasión sino el ridículo.
Un buen piropeador debe, finalmente, contar con una buena imaginación, con mucha chispa, con un pensamiento rápido. En efecto, muchas veces es la ocasión la que crea la apertura para el piropo. Si la muchacha se llama Eva, el buen piropeador improvisará: “Encantado, soy Adán”. Si la cajera, que está como ella quiere, devuelve mucho efectivo, el buen piropeador aprovechará para dejarle caer: “Mmmm… esto da para muuuchaaas cervezas”. Y sí la taquillera del cine le responde que sí, que le gusta el café, el piropeador avezado rematará: “¿Qué tal uno el sábado a las cuatro?”
Aunque nunca me entregué a este emocionante juego mientras estuve casado, no veo ninguna razón para que otros no lo hagan. Su estrategia debe ser, siempre, la de asumir su condición de galleta con gorgojo. Así se evita crear falsas expectativas y futuros líos. Si la seducida pregunta “Oh, ¿Y tú no eres casado?”, el seductor ha de responder: “Es que yo me casé con separación de viernes”. O: “Sí, soy casado, pero no esta noche”. O: “Soy fiel la gran mayoría de las veces”. O, finalmente: “Si yo me acostara contigo, hasta mi mujer comprendería”…
Terminaré dedicándoles un piropo-poema de mi autoría a mis lectoras todas:
Escribamos en la bruma
La historia del amor entero
Yo pongo la pluma y la tinta
Y tú pones el tintero.