Este año el Gobierno tiene total permiso para endeudarse. Lo tuvo el anterior Presidente Danilo Medina y lo tiene el actual de Luis Abinader. No se lo va a impedir el Congreso Nacional. No se lo va a cuestionar la ciudadanía. Tampoco se lo va a restringir el Fondo Monetario Internacional; y no se lo va a dificultar el mercado internacional de capitales.

Ese permiso lo tienen todos los gobiernos del mundo; es perfectamente entendible, pues se comprende que el manejo de la pandemia y la situación económica y social que de ella se derivan lo justifican todo (casi todo). El problema es el 2021 y los años subsiguientes.

Al iniciarse este año (31 dic. 2019), según datos de la Dirección General de Crédito Público, la deuda pública era de 50.5% del PIB y, hasta el mes de julio pasado, ha subido a algo más del 60%. El Presupuesto vigente autoriza a contratar hasta RD$599,525 millones (sin el Banco Central), de los cuales, hasta julio se habían buscado RD$300,000 millones.

No sabemos los datos hasta el 16 de agosto; pero el caso es que falta mucho por buscar, porque el anterior presupuesto no contemplaba los gastos para la protección social (FASE, Quédate en Casa, Pa”Ti) ni para los nuevos planes de salud o de inversiones de los últimos cinco meses del año, pues eso se dejó en manos del nuevo Gobierno. Es decir que este año la deuda pública cerrará en torno al 70% del PIB.

Este año el coeficiente de tributación será de 11.5% del producto. No se ve claro cómo será el año siguiente, pero parece prudente no proyectar demasiado, pues los efectos económicos de la pandemia no se van a superar tan rápido. Sea lo que sea, eso no alcanza para gran cosa; ni alcanzaba cuando dicho coeficiente era 13% o 14% del PIB.

Apenas servía para unos muy precarios servicios públicos, una infraestructura insuficiente y dañada, salarios de miseria (excepto para unos muy vivos), pobres programas de protección social, un pesado servicio de una deuda que todavía no alcanzaba tales magnitudes y, claro está, abundante corrupción y clientelismo.

Ya no sé cómo explicar que es un grave error creer que, eliminamos la corrupción y las ineficiencias, y con eso habrá abundante dinero para todo lo importante. Parece que todo el mundo entiende que “el loco soy yo”.

Un razonamiento habitual es pensar que, si de un presupuesto de, digamos, mil millones, el 30% se estaba desperdiciando entre corrupción e ineficiencias, basta con bajarles 300 millones a las dependencias en las que eso ocurría, y que produzcan los servicios con los otros 700 millones. Craso error. ¿Estamos seguros de que los 300 que estamos quitando eran los que se iban a robar? ¿Y si lo cogen de los 700 millones que quedan?

Otro error es creer que la corrupción se acaba con decretos o con leyes; en eso tenemos mucha experiencia. Sí se puede reducir bastante con una cultura política diferente, funcionarios honestos, ministerio público y justicia independientes, una sociedad civil fuerte y militante, y una prensa libre, no saturada de bocinas.

Pero al final, aún con la mejor administración pública, la más pulcra, la más eficaz, nadie resuelve nada con 11% del PIB, ni con 13 o 14 tampoco. Eso es la experiencia del 99% de los países y eso lo van a tomar en cuenta los mercados internacionales de capital en los años futuros. En el 2021 no habrá tanto permiso para endeudarse.

Y es evidente que, cuando se le pierda el miedo a la pandemia, sea por remedio, por vacuna o por control de los contagios, va a ser necesario reactivar la economía, y para ello se requerirá un amplio programa de inversiones públicas. Pero si vamos a tocar las puertas de dichos mercados con un déficit de 7 u 8 por ciento del PIB, pueden cobrárnoslo caro.

Por eso me resulta tan difícil entender que haya gente en el Gobierno proponiendo o prometiendo bajar impuestos; o de dar más exenciones. Si creen que de algo sirve un consejo derivado de mi formación y experiencia (y también de mi concepción de la sociedad): No se metan en eso.