Vivimos instalados en la llamada “sociedad del conocimiento”, en la era de la información y la informática, era marcada por la informatización de la sociedad y del saber. En su ya canónica obra La condición postmoderna (1979), Jean-Francois Lyotard lleva a cabo un análisis crítico del saber en las sociedades informatizadas, dominadas hoy por la lógica de las bases de datos y por los círculos lógicos digitales. En su análisis, descubre que el saber se ha convertido desde hace décadas en la principal fuerza de producción en las sociedades industrializadas. Con ello entramos en la llamada era posindustrial, a la que corresponde la era posmoderna como correlato cultural.

Pensamiento crítico

Lyotard distingue entre saber, ciencia y conocimiento. El saber no es la ciencia, no se reduce a la ciencia en su forma contemporánea, ni siquiera al conocimiento. El conocimiento se define como el conjunto de los enunciados denotativos –esto es, de los enunciados que denotan o describen objetos. El saber puede ser científico o narrativo (relato). Ambos saberes guardan relación. En la formulación del saber tradicional la forma narrativa tiene preeminencia sobre la científica. Así, el saber se formula como relato; el relato es la forma por excelencia de ese saber.

Toda reflexión filosófica debe partir siempre de una realidad particular y concreta. La visión de la modernidad de Lyotard es fruto de su análisis de la sociedad francesa y europea de fines del siglo XX, así como la visión del capitalismo de Marx – como bien apunta el sociólogo alemán Ulrich Beck en su libro de conversaciones con Johannes Willms- fue resultado de su análisis de la sociedad británica del siglo XIX. El problema que se nos plantea de este lado del mundo es saber si estas consideraciones son válidas también para nuestros contextos socioculturales. Habría que confrontar la reflexión de Lyotard sobre el estatuto del saber en las sociedades industriales avanzadas planteada en La condición postmoderna con una reflexión nacida desde la modernidad periférica. Haría falta, pues, un análisis similar, paralelo pero particularizado desde la perspectiva de la periferia tercermundista, de los países en vías de desarrollo, en su condición mayoritaria de usuarios y receptores –que no de productores- de saberes, conocimientos y tecnologías, sobre todo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación -las llamadas TIC. Porque en este lado del mundo, siguiendo a Foucault, la conciencia como saber aún no ha sido adquirida por las masas y la conciencia como sujeto tampoco ha sido asumida por la burguesía.

Sujeto crítico

Hemos asistido a un largo proceso histórico de instauración y disolución del sujeto. La era moderna nace con la instauración de la subjetividad. Ello significa la primacía del sujeto entendido como principio constructivo del mundo. Esta idea de la subjetividad (llamada también bajo diversos nombres: la mente, la conciencia, el pensamiento, el espíritu, el yo) es la raíz y el principio básico de la modernidad.

Pero con la crítica posmoderna de la razón ilustrada y de la modernidad como proyecto emancipador entra en crisis su fundamento. La ruptura con la razón totalizadora profundiza esta crisis. La identidad del sujeto se disuelve. En el capitalismo global y tardío el sujeto se reduce a mero individuo, productor o consumidor. Este proceso se conoce como desubjetivación, esto es, la disolución y la pérdida de la subjetividad y aun de la legitimidad del sujeto. Enajenado, perdido, fragmentado, descentrado, disperso, el sujeto se ha deslegitimado del todo, y con él también el saber contemporáneo. La deslegitimación se produce en todos los ámbitos de la vida y la sociedad, pero de manera particular en esos espacios del saber tradicionales llamados universidades.

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Durante largo tiempo el papel de la filosofía consistió en ordenar y restituir la unidad de los conocimientos dispersos en ciencias particulares. Ella desempeñó un papel fundamental en el ámbito universitario. Lyotard cita al filósofo y teólogo alemán Schleiermacher (1768-1834), quien a principios del siglo XIX sostenía que “la enseñanza filosófica se reconoce de manera generalizada como fundamento de toda actividad universitaria”. El conocimiento filosófico era entonces esencial al aprendizaje del alumno, por lo que debía ser el motor del desarrollo de la universidad y del saber contemporáneo. La universidad misma era filosófica: especulativa.

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