Nutrido de occidentalidad, dueño de una cultura que ritma con todos los toques de avanzada del pensamiento europeo, Pedro Henríquez Ureña (Santo Domingo 1844-Buenos Aires 1946) representa una fuerza de crítica y construcción, de acción y sugerencia, de apostolado y de batalla que hacen de él incontestablemente, uno de los “guías espirituales” de la América moderna en la lucha por desentrañar la auténtica realidad de nuestras naciones y construir su personalidad, estructurarlas para la vida cultural, de acuerdo con su ideal y su verdad.
No hacen falta especiales dones de previsión para afirmar que su “ideario”, vigoroso, nervioso, apasionado, habría de cavar un surco profundo en el devenir sociocultural de nuestra América hispana.
Lo inquebrantable de esta resistencia en Henríquez Ureña sólo cedería a su potencia liberadora cuando el rumbo general concuerde con ese sentir íntimo, fiel a su idiosincrasia y necesidades reales.
El secreto de Henríquez Ureña: no es el catedrático dogmatizante—en cátedra de pedantería puede ser convertido el periódico, el folleto, el libro—que, armado de citas de primera o de segunda mano, nos ataca con teorías trasplantadas, expuestas sin claridad ni belleza, a pesar de los consejos de Rodó, que es uno de los que más vandálicamente se saquea y se cita; no es el moralista retórico, que para decir vulgaridades adopta aires de evangelizador; no es el expositor frío de sistemas y tesis, que esconde bajo la capa barata de la serenidad, su espíritu infecundo; no es el romántico luchador elocuente ni el lírico glosador de utopías: fauna toda esta que puebla los países hispanoamericanos, enfermo de liderismo y de politiquería, enamorados del mitin y la plaza pública.
América, que poco tiene que ver con la exactitud y la cronología, es antes que nada una sensibilidad, una savia que yace en el último escalón, es decir, en el primero, en un terrero de imponderables, en aquel margen de inferioridad de todo lo nuestro donde subsiste aquella vitalidad a flor de piel, en que la emoción se encuentra en la posibilidad de la semilla, en lo sustantivo y no en los accidentes del ser.
Nuestra América, necesita, digo mal, nuestra América, como fruto de su clima, debe producir hombres de pasión, porque se encuentra en un período de choque, de desentrañamiento, de desbroce.
¿Podemos entonces hablar de la utopía de América según el ideario de Pedro Henríquez Ureña? Quien haya recorrido siendo modestamente sensible a las diferencias palpables de ver el mundo, desarrollo económico, autodefiniciones nacionales y parámetros políticos en éste, podrá conceder que Latinoamérica, más que una comunidad real delimitada por el río Bravo y la Patagonia, es una idea. Una idea formulada por múltiples, diversas, heterogéneas y no pocas veces contrarias comunidades imaginadas.
La idea de utopía es uno de los supuestos de la concepción historiográfica-literaria de Henríquez Ureña. La formuló concisamente en dos ensayos de 1925: “La utopía de América” y “Patria de la justicia”. Esta, probada primero en ensayos como “La cultura en las letras coloniales en Santo Domingo” y “Caminos de nuestra historia literaria”, fue formándose desde su primer libro de ensayos, “Ensayos críticos”, hasta las muchas páginas escritas bajo la presión de los “alimentos terrestres”, como muchos de los prólogos a la colección planeada y dirigida por él, “Las cien obras maestras de la literatura universal”.
La utopía esbozada por Henríquez Ureña no es solamente un proyecto concreto, sino, que además de ser un mundo de oposición a la “realidad” carcomida y apestosa en la que medran los verdugos, tiene una función crítica y cumple por eso una tarea de desenmascaramiento. Al calificar de utopía, con intención peyorativa, el proyecto concreto de un futuro en el que se realice la verdad de “nuestra América”, el antiutopismo delata su posición involuntariamente, y coloca la Utopía concreta en un tiempo y en un lugar permanentemente inalcanzables, es decir, él delata su pensamiento desiderativo, su afán de que ese futuro mejor no se realice. El antiutopista no es, como se pretende, un pragmático y un realista, sino un utopista del pasado, un utopista al revés.
En cuanto a Pedro Henríquez Ureña, su propio origen caribeño, su propio peregrinaje por distintas partes de América, su destino atlántico, con una vida signada por avatares que lo llevaron de Santo Domingo a Estados Unidos, de allí a Cuba, México, España y Argentina, donde murió, nunca se sintió extranjero ni exiliado, y siempre se consideró un ciudadano de América, como ha dicho Liliana Weinberg. Esto contribuyó a alimentar y a retroalimentar esa mirada generosa, comprensiva de la diversidad de tiempos y ritmos, abarcadoras de culturas, no es una utopía general, como ha dicho.
La utopía de la que habla el humanista dominicano no es solamente una determinación histórica y antropológica del ser humano, como expresa Rafael Gutiérrez Girardot, sino una meta de América, “nuestra utopía” y esto en un doble sentido: porque su realización es nuestra realización humana e histórica, y porque América misma es, históricamente, Utopía. “Si en América—escribe Henríquez Ureña en “Patria de la justicia”—no han de fructificar utopías, ¿dónde encontrarán asilo? Creación de nuestros abuelos espirituales del Mediterráneo, invención helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo prometen al hombre una vida mejor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca dejó de ejercer atracción sobre los espíritus superiores de Europa; pero siempre tropezó allí con la maraña profusa de seculares complicaciones: todo intento para deshacerlas, para sanear siquiera con notas de justicia a las sociedades enfermas, ha significado—significa todavía—convulsiones de largos años, dolores incalculables”. La realización de la utopía en América, la realización histórica de la magna patria, sería, además, la contribución del Nuevo Mundo hispánico al viejo mundo y al actual.
Pedro Henríquez Ureña ha dicho: “Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección. El ansia de perfección es la única forma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella, no sólo el sentido de universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de la que se ha nutrido”.
A partir del conocimiento de esta verdad, que Henríquez Ureña ejemplifica con las grandes figuras de nuestra historia y de nuestras letras, esboza él la imagen futura y practicable de la plenitud de América, de la realización de su verdad: la Utopía.
Es que la atracción de la cultura, de una época en que la civilización marca definitivamente sus tendencias a universalizarse, constituye uno de los problemas fundamentales de las nuevas naciones, simplemente apartadas de los cauces centrales de la civilización occidental, que mantiene en esta época la hegemonía del mundo.
Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro, cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple la “emancipación del brazo y de la inteligencia”.