Tuve que mirar dos veces para darme cuenta de que mi pasaporte vencía en menos de un año. ¡Dios!, qué rápido pasa el tiempo. En ocasiones son los detalles cotidianos los que se ocupan de nuestra mortalidad. No dudo que, para muchos, esa reflexión la ponga en agenda una enfermedad catastrófica o una caída financiera.  En mis disquisiciones nunca falta el asombro por el misterio de la vida.

Siempre he pensado que sobrevivir es el milagro más inadvertido. Esa creencia se afirma más hondamente cuando miro a un anciano. Su piel flácida, arrugada y escamosa ha resistido los rigores del calor, del frío, del fuego, de los metales cortantes y de las enfermedades, en ocasiones con más temple que un metal en la intemperie. Más asombroso es pensar que la frontera entre la vida y la muerte, que solemos imaginar a una distancia cósmica, es tan colindante como frágil; abandonada, a veces, al capricho de un piso mojado, de un vidrio filoso, de una torpe manipulación eléctrica, de tres copas de whisky o de una emoción incontrolada. Durar noventa años es una hazaña audaz en un mundo poblado por tantos riesgos y peligros.

Así es la vida, irremisiblemente perecedera y consumible, para que, parafraseando a Sartre, quede la náusea de su misterio. A veces la contemplo desde mis razonamientos geométricos. En ese discurrir pienso que la realización existencial es más profunda que extensa. En ella cuenta el área y no la longitud. En esa perspectiva, la vida no se cuenta por años sino por logros. Vive quien sabe para qué. El problema es que muchos existen y muy pocos viven, porque vivir es existir con propósitos.

Antes se pensaba que la distinción esencial entre el hombre y el animal era estructuralmente cognoscitiva. Hoy se sabe que hay otra dimensión esencialmente humana comprometida en la distinción: la voluntad, que es su capacidad para discernir, elegir y decidir consciente, responsable y libremente. El hombre tiene una conciencia racional de sus actos que le permite prever y conocer sus consecuencias; el animal ordena instintos. Los actos humanos responden a decisiones y estas a propósitos; los propósitos, a su vez, revelan una misión de vida. Quien no sea capaz de descubrir esa misión vagará en la subsistencia sin más trascendencia que respirar, comer, estimular los sentidos y morir. La realización del hombre camina sobre un plan de vida armado en esa misión. Lograrla supone responder una pregunta tan esencial como eludida: ¿para qué vivo?

El problema es que el humano construye su realización a partir de su visión de la vida, visión que viene culturalmente atada a intereses, prejuicios y prioridades individuales.  En ella se entremezclan los medios con los fines. Así, nuestra cultura decadente aprecia al hombre por lo que hace y, algo peor, por lo que tiene. En términos trascendentes, la carrera y el dinero podrán definir un logro pero nunca realizar al hombre. Uno de los destinos más miserables es el que se funda sobre cimientos tan arcillosos como los bienes, la imagen o  la memoria. No hay realización eminente que no deje huellas en los demás como tampoco existe definición de felicidad que excluya al prójimo, porque el hombre se realiza esencialmente en los demás. El éxito deja memoria; la entrega, historia.

Hace algunos días pensé detenidamente en eso que las obsesiones del ego llaman éxito: casa, autos y títulos. Deslicé mis dedos por sus texturas. Las sentí inertes, duras y frías; luego toqué mi carne, tibia y dócil. Me quedé varado al pie de una pregunta: ¿cómo pueden estas cosas trascendernos en el tiempo? Esta casa, me dije, puede durar tantas veces los años que aún no tengo, y yo, su dueño, seré apenas una mención antológica en su historia. Cuánto nos cuesta entender que la vida es más corta que aquello que "logramos"; que sus años apenas alcanzan para el suspiro de sus goces. A veces conviene hundir nuestros dedos en la piel más fina para sentir en cada huella el frágil milagro de la vida. Llegar a tal compresión antes de que expire el pasaporte de nuestra vida sería el primer paso a la inmortalidad.