“Con el paso de los años he llegado a comprender que lo que llamamos liderazgo es una conexión especial entre un discurso político, en el sentido más noble de la expresión, y un ethos mayoritario, es decir, una aspiración conjunta que expresa la identidad y los deseos mayoritarios de un país”.       (Felipe González).

Hay en la sociedad dominicana una resistencia, un rechazo al actual estado de cosas. Florece por doquier la impugnación a la descomposición, expresado en la corrupción y la impunidad. La coyuntura que vivimos no es solo la alternancia en el liderazgo político sino del ejercicio ético de la política. Estamos en el eslabón del peldaño de la marca distintiva de una nueva forma de hacer política.

La quiebra electoral, una tragedia, propiciaría de manera inocultable la inestabilidad y la desinstitucionalización en la sociedad en su punto más álgido. Hemos seguido pasando las páginas cual si no pasara nada. El desnudo del reconocimiento de que estamos en presencia de una enormidad de crisis de confianza, de una ausencia de credibilidad, donde los árbitros con legitimidad no se advierten.

No sabemos si hay conciencia de los actores responsables de conducir las riendas del Estado, del nivel de crispación que yace en el alma de la mayoría de los dominicanos. Existe en la mayoría, en su interior, un dejo de frustración, expectativa y esperanza. El 15 de marzo se constituyó, por decirlo así, en un escenario histórico en varias dimensiones:

  1. La asistencia de unas elecciones extraordinarias inéditas;
  2. La asistencia por encima del promedio histórico en elecciones Municipales que se esperan;
  3. La validez y confiabilidad de los resultados;
  4. La legitimidad o no implican un tránsito de un puente destrozado o un nuevo vínculo cimentado en un marco de recuperación y regeneración de la confianza.

La democracia minimalista, la democracia electoral, se pone en juego nuevamente. Es cierto que las elecciones en sí mismas no conforman la plenitud de la democracia, empero, esta no está enteramente contenida sino queda objetivizada a través de la dimensión electoral. El nivel de una democracia cruza necesariamente por las rutas de unas elecciones libres, justas, competitivas, transparentes.

No se concibe que después de 60 años de la desaparición de la tiranía trujillista y de 26 años después de que el caudillo Balaguer se impuso por el fraude en el 1994, la sociedad dominicana “invierta” sus mejores energías llamando a actores políticos claves a que asuman los valores de la democracia. El promedio de edad de los que dirigen se encuentra alrededor de 63 a 65 años, una clara obviedad de una generación que debió ser más transparente, más demócrata, más institucional, más plena en el ejercicio de la política, sin mácula, sin asomo de opacidad y luchadora implacable del lobo contra el lobo.

La tragedia nacional del 16 de febrero rupturaría la rutinización de las elecciones en el cuerpo normativo y cuasi constitucional. Un hecho que ha de ser rutinario se convierte en una sobredimensión en la factura social de la cotidianidad. Todas las agendas quedan subordinadas a lo electoral en una sociedad donde el peso de la economía privada representa el 85% y apenas existen 4,079 cargos electorales: 222 diputados y senadores, 1 presidente, 1 vicepresidente y 3,849 puestos a nivel municipal.

La alternabilidad que se advierte traerá consigo una gran heterogeneidad en el panorama político, lo que posibilitará uno de los ejes fundamentales de la democracia: la cultura dialógica, el reconocimiento del otro y la necesidad de búsqueda alterna en la solución de conflicto y el destierro de que todo es posible y de que en “política se hace lo que conviene”.

La estabilidad política y social producida, sobre todo, a partir de la transición en el 1978, cuasi quedó truncada ahora en 2020. Está ahí la llama del fuego como el eco de la estufa. Se requiere una introspección de parte de los actores políticos que ha de pasar inexorablemente por la descomplexión de esos actores que tienen muchos años en el poder.

Más allá de los resultados del 15 de marzo y del 17 de mayo requerimos de un verdadero pacto político-social-institucional. Lo ideal sería en el periodo de la transición. La sociedad dominicana amerita de un nuevo contrato social que ha de atravesar por el cumplimiento del imperio de la ley y que nadie se sienta por encima de la misma y donde ella no se asuma en función de la conveniencia de los actores políticos en el poder.

La dinámica de las relaciones de poder no puede seguir recreándose como antorcha de la supremacía y de la eternidad sino como fragua de la temporalidad y de la necesidad de objetivarse como servidor público. Pacto Eléctrico, Pacto Fiscal, en medio de un nuevo clima de confianza habrán de ser asumidos, así como establecer que ningún funcionario gane más de RD$700,000.00 pesos al mes, no importando en que área de la Administración Pública se encuentre: centralizada o descentralizada.

Tres momentos ha tenido la sociedad dominicana que han hecho que su cuerpo se sobreliviante:

  1. Marcha Verde a partir del 22 de enero de 2017.
  2. Quiebra electoral el 16 de febrero de 2020.
  3. Plaza de la Bandera como elemento icónico que relieva un nuevo escalón en el adecentamiento de la democracia.

El salto es una nueva forma de relacionamiento, de participación, es la necesidad de una nueva construcción y reconstrucción de los espacios públicos, con mayores niveles de horizontalidad. Allí donde la competitividad electoral sea la expresión de la equidad y la libre libertad y la política y el Estado no sean el manto maculado de los negocios con empresarios áulicos, híbridos de la historia.

Como nos dijera Manuel Alcántara Sáez “La alternancia no es un fin en sí mismo del proceso electoral, pero es un gran indicador de la bonanza de su operatividad”. Es la construcción social que ha de expresar un nuevo contenido a esta democracia de papel que no alcanza ni siquiera los niveles de la democracia electoral.