Durante la segunda mitad del siglo XIX, París era considerada intelectual y artísticamente como la capital espiritual e imaginativa del universo europeo moderno.
Era la ciudad luz. Enchida de múltiples posibilidades creativas por la diversidad de inspiraciones formales, estructurales y emocionales que se producían desde las complejas inspiraciones que en ellas surgían, donde condensaban nuevos ritmos y armonías, que originaban, acrisolaban y purificaban las diferentes posibles apariciones, disoluciones y aleaciones de nuevos valores, –que emergían desde la eclosión y el aceleramiento de los procesos de industrialización, secularización y modernización–, que dan al traste con todas las creencias y tradiciones vigentes en Europa hasta el siglo XVIII, hasta el final del clasicismo.
París se transforma –como gran urbe rica en diversidad creativa– en el principal laboratorio experimental de las nuevas formas de vida que producen los procesos de modernización en curso por esos años.
Se revela desde este operar la imposibilidad de seguir desplegando la historia como una línea continua, como un curso lineal-uniforme dotado de una teleología interna. […]. Lo que emerge en este contexto no es mero silencio, sino el empeño en forzar los límites de un lenguaje cuyo mundo se desmoronaba. Acontece entonces el fin del clasicismo, vinculado a la pérdida de una forma unitaria en la experiencia histórica del hombre moderno y la problematización del decir común en que dicha forma se ha venido expresando hasta entonces. […]. … hay una resistencia contra el modo de expresar el ser por parte del parloteo de la época, que teóricamente se explicita en los términos de una crítica a la estructura sujeto-predicado propia de las proposiciones del entendimiento, del pretender afirmar, sobre todo, el reino de la Razón lógica [ Manuel Barrios, Narrar el abismo, pp. 16-17, passim. Ed. Pre-textos, 2001, Valencia, España, y ligeramente modificado por LOBF].
Entre estas nuevas perspectivas de valores posibles, aparece por un lado una religión del sufrimiento humano y otras religiones sin Dios: de la ciencia, del arte, del progreso, que reemplazan las viejas religiones dogmáticas como último recurso para mantener la centralidad de los valores dados.
Tambien aparece entonces, la sombra de Zaratustra, un viandante siempre en camino, pero sin meta, después de haber roto todo lo venerado y de haber invertido todos los puntos de referencia: nada es verdad, todo está permitido, resulta ser su lema.
En Nietzsche, la perspectiva del superhombre, como extrema posibilidad del nihilismo, pasa por la afirmación del Chaos sive natura –de una naturaleza caótica, sin causalidad ni meta– confirmada por la hipótesis del eterno retorno: un devenir inocente en su inmanentismo radical que destruye cualquier sombra residual de Dios y realza cada momento de la existencia.
En la Era del nihilismo, de la desintegración de los valores, de la incertidumbre, lo propio de esta edad consiste en que nada está sobre una base sólida y sobre una creencia firme en uno mismo; vives para el hoy, porque el mañana y el pasado mañana es oscuro e incierto.
Desde el nihilismo todo se manifiesta frágil y peligroso en nuestra existencia. Pisamos sobre una sutil capa de hielo –signo de muerte–, que apenas nos sostiene, oprimidos por una fogosidad de siniestros aires incandecentes que diluyen todo lo anterior, y se muestra como tedio, como vacío, como banal, sin sentido.
Sobre esa placa sutilísima de escarcha todavía podemos transitar, pero pronto por el soplo ardiente del viento disolvente de la nada que nos arropa, nadie puede pretender alcanzar meta alguna.
Existimos en la espacialidad del desarraigo, en el abandono de todo suelo sobre el cual se pueda plantar raíces para la vida y los sueños. En lo temporal, el ente discurre atrapado en las redes de la movilización total en una nueva atemporalidad absoluta: la temporalidad se extasía en el monótono discurrir de una rutina signada por la provisionalidad, intercambiabilidad y reversibilidad de los procesos en el marco de una planificación siempre abierta, sin finalidad, sin telos. [Cfr. LOBF, Preludios a la posmodernidad, p. 69, Academia de Ciencias de la República Dominicana, Santo Domingo, 2001].
Se trata del terrible sentimiento del desierto, que nos atenaza frente a probables horizontes libres de perspectiva en todas direcciones, que se abre con el final de las rutas autoritarias de la tradición.
La prueba de fuerza está en confrontarse afirmativamente al nihilismo que proviene de la teoría del eterno retorno. Y esto solo lo pueden cumplir los hombres más fuertes, o los más moderados, capaces de superar en sí mismo el horror vacui, sin recurrir al mito o a la metafísica, aquellos que aprendan a cruzar el desierto –que saben pensar al hombre con una notable reducción de su valor, sin por ello tornarse pequeños o débiles. Por ello Nietzsche cierra el fragmento de Lenzerheide con la expresión: ¿Cómo pensaría un hombre así ¿al eterno retorno?. Una pregunta que lo conducirá por el resto de su existencia por un nuevo sendero filosófico.
Nietzsche muestra en un breve y trágico párrafo, el terrible averno que es el eterno retorno, en el aforismo No. 6, comenta: Consideremos este pensamiento en su forma más terrible: la existencia, tal como es, sin sentido ni propósito, pero vuelve inevitablemente sin un final en nada: el eterno retorno. ¡Esta es la forma extrema de nihilismo: la nada, la ausencia plena de sentido eterno! Es la forma europea de budismo: la energía del conocimiento y de la fuerza obliga a semejante creencia. Es la más científica de todas las hipótesis posibles. Negamos todo propósito final: si la existencia tuviera uno, ya lo habría alcanzado.
Regresamos ahora a París, donde se afirma por todas partes que los dioses están muertos. Allí encuentra Nietzsche a su maestro en el nihilismo, en el descenso al inframundo de la decadencia y la negación de valores.
Su nombre es Paul Bourget, quien pinta la época como carente de un credo general debido al fenómeno de la muerte de todos los dioses, que caracteriza la nueva edad.
El fin de las antiguas religiones, la quiebra de la ciencia, el triunfo del dilectantismo, el cosmopolitismo, la difusión del Budismo, la hýbris analítica –la desmesura frente a los dioses– llevada al punto de su vivisección psicológica: tales son los signos del nuevo desgaste fisiológico de impotencia general frente a la existencia.
Tales características son las notas definitorias del nihilismo que Bourget diagnostica como psicólogo en varios libros: Essais [Ensayos, 1883], y Nouveaux essais de psychologie contemporaine [Nuevos ensayos de psicología contemporánea, 1885], y en sus novelas.
Su análisis científico, programáticamente más allá del bien y del mal, se sostiene en subrayar su ambigüedad mostrada ante los dioses, ante los maestros de la decadencia y el nihilismo, lo que induce a los tradicionalistas de la época a arremeter contra su obra, que califican como la de un dandi decadente, encarnación misma de la enfermedad de la voluntad que mina el cuerpo social de Francia.
Destaca en el feroz ejército de su detractores Léon Bloy, quien en Le désespéré (1886) somete al poeta presumido de los flujos psicológicos del gran mundo, definiéndolo como un evangelista de la Nada.
En 1880, Bourget, antes de analizar sistemáticamente las diferentes máscaras que toman el horror del Ser y el gusto y el apetito furioso de Nada, había publicado el cuento: Nihilisme, donde la protagonista, significativamente, es una joven e encantadora estudiante eslava, helada revolucionaria, arcangel sin sexo.
A su vez, captando el origen de la ola nihilista que sacude a no pocos espíritus en Francia y Europa, Léon Bloy, siempre oportuno en modas satirizadoras, habla de la desesperación que irrumpe hoy, como un dragón del Apocalipsis, que invade desde las llanuras eslavas del viejo oeste desgastadas por el aburrimiento … amenaza teofánica, cuya aterradora y tríptica fórmula está inscrita en caracteres de fuego espúrios en el asta de la bandera negra del nihilismo triunfante: ¡Viva el caos y la destrucción! Larga vida a ¡muerte! ¡Abran paso al futuro!. Se cuestiona de que futuro hablan estos esperanzados al revés, estos excavadores de la nada humana?
Bourget se enfrenta repetidamente al nihilismo occidental, vinculándolo a los tormentos de la agonía metafísica –sabiendo que no puedes saber, sabes que no puedes saber–, relacionándola con el nihilismo ruso: Parece que de mestizos los eslavos asiáticos le sube al cerebro un vapor de muerte que los sumerge en la destrucción, como en una especie de orgía sagrada. El más ilustre de los escritores rusos dijo en mi presencia, respecto a los nihilistas militantes: no creen en nada, pero necesitan el martirio.
Común tanto a la cruel ironía, como a la fuerza inagotable de negación, la rabia asesina de los conspiradores San Petersburgo, los libros de Schopenhauer, los furiosos fuegos de la misantropía obstinada de los novelistas naturalistas nos revelan el mismo espíritu de negación de la vida que, cada día con mayor intensidad oscurece la civilización occidental.
En general, la misma filosofía enfermiza de la nada universal, la voluntad de nada está en la base de esa decadencia, de esa enfermedad de la voluntad que Bourget obtiene en diversas formas que encuentra entre los maîtres de l’heure más representativos: Baudelaire, Renan, Flaubert, Taine, Stendhal.
A través de estas diversas figuras, Bourget examina diferentes formas de anhelo de la Nada que eclipsa a Occidente. En un análisis que encuentra una fuerte correspondencia con Nietzsche, resalta la figura de Taine, a quien califica como el atrevido destructor de los ídolos de la metafísica oficial al representar para el psicólogo francés, el culmen del nihilismo científico.
Asimismo, existe acuerdo en cuanto a los aspectos que caracterizan el nihilismo de Flaubert, nacido para Bourget por la quiebra provocada por el romanticismo en todos sus fieles. Los que se habían llevado de sus promesas han caído en las profundidades de la desesperación o el aburrimiento. Es el nihilismo de las almas desequilibradas y desproporcionada: Flaubert es un nihilista hambriento de lo absoluto, que no puede reconciliar lo romántico y lo culto.