El país está en la calle y seguimos jugando al simulacro de la cuarentena y del toque de queda. Todo o casi todo ha vuelto a la normalidad, a esa odiosa normalidad cotidiana falsamente idealizada. Pero el poder oficial juega a protegernos y a cuidarnos en nombre de la salud. El estado de emergencia nacional se extiende sin necesidad alguna en un mes preelectoral para poder hacer proselitismo electorero a toda hora y con total libertad, incluso en las horas prohibidas.

Uno sale a la calle por una, dos horas a hacer una diligencia impostergable, cuidándose mucho del contagio, y es imposible. Los carros, las guaguas, los motores, los camiones, los tapones. El ruido empieza a ser de nuevo infernal y la grosería de la gente, insoportable. Pero lo peor es la mentira de los gobernantes.

Todo es una simulación, un torpe y cínico simulacro. Al Estado no le importa ni le interesa para nada la salud de su gente: la salud nunca ha sido prioridad en este país. Y, aun así, el Estado sigue fingiendo que le importa y le interesa mucho.

Decir que el estado de emergencia, impuesto ya cinco veces consecutivas, solo favorece a los inquilinos del Palacio Nacional es una verdad como un templo. Porque no favorece en nada al pueblo, a la gente común, pero sí al partido de gobierno y a su candidato oficial. En desigualdad de condiciones, ese estado excepcional sólo sirve para un ejercicio taimado de asistencialismo oficial que explota las necesidades y carencias de la gente más pobre para reproducirlas, prolongarlas y perpetuarlas

El poder de turno nos recomienda la cuarentena y nos impone el toque de queda. Pero ni una ni otro se respetan. El propósito de la extensión innecesaria del estado de emergencia no es ideológico, sino político, electorero. No se trata precisamente de un Estado que pretende seguir vigilando y encerrando a sus ciudadanos para poder controlarlos. No es un problema de estricta vigilancia policial del Estado, como en otras naciones. Es un problema de un gobierno y un partido de gobierno que juegan a quedarse a como dé lugar, que apuestan desesperadamente a perpetuarse en el poder y que, para ello, por un lado, necesitan mantenernos vigilados y encerrados en nombre del peligro del contagio, y, por el otro, provocar la mayor abstención posible del voto opositor.

La pandemia del coronavirus, terrible y letal para el mundo, traerá algo bueno. A ella le tendremos que agradecer el haber puesto en el centro del debate la cuestión esencial de la salud pública. La pandemia ha revelado la crisis y la quiebra del sistema sanitario por obra de los gobiernos neoliberales, aquí y allá, en el país, en los países del Tercer mundo y hasta en los del Primer Mundo. Ha puesto al desnudo la ausencia de políticas sanitarias públicas verdaderamente eficaces, el desinterés y la indiferencia de los gobiernos por la salud de su población, la politización de la pandemia, la privatización de la salud y su corolario, su conversión en mera mercancía.

El país ya está parcialmente abierto. Enfrentamos un año terrible y desolador, un año de pandemia y elecciones, un año en que la sociedad dominicana deberá encarar tres grandes retos ineludibles: la crisis sanitaria, la reactivación de la economía y la urgencia de un cambio político, de un cambio de partido de gobierno. Demasiados retos para un solo año, intenso y crucial.

En esta coyuntura de crisis pandémica e incertidumbre, la comunidad intelectual y artística –aquella verdaderamente crítica, indócil y no sumisa al poder de turno- debe asumir un papel de vigilancia activa, oportuna y eficaz. Deberá aprender de lo mejor de la comunidad científica y médica. Ella actúa sobre la base de la investigación y la evidencia, consciente de la relación íntima entre conocimiento y poder: del conocimiento que da poder para predecir y prepararse para enfrentar los males. Este es un momento histórico-universal de la ciencia y la medicina, pero también del pensamiento crítico, despierto y vigilante.

En lo futuro, gracias y no a pesar de la pandemia, la salud pública deberá ser prioridad número uno de cualquier gobierno democrático legítimamente elegido. El derecho a un sistema sanitario universal es hoy, de más en más, una demanda fundamental de toda lucha social y política.

Evadirse del presente con sutiles sofismas no es opción sino impostura intelectual. Sólo reconozco una opción posible y un imperativo moral: decirle NO al poder de turno. Un NO altisonante, ruidoso y estruendoso. Un NO categórico y rotundo. Un NO firme, fuerte y claro. Un NO inconforme y rebelde hasta los tuétanos. Un NO malcriado al Poder y a los poderes que aplastan al sujeto. Un NO a todo aquello que niega la dignidad de la vida y nos impide ser felices. Un NO al infierno que son los otros. Y un NO también al infierno de nosotros mismos.