El compadre Genaro recuerda con nostalgia algunos de los viejos troncos que formaban la vieja guardia del añejo barrio de Pajarito, hoy Villa Duarte, cuando en patios vecinales reinaban las javillas, las matas de mango, los corozos, las de manzanas de oro (que se comían verde), y el maroteo convertido en aventura de andanzas y odiseas juveniles.

Entre las figuras conocidas se hallaba Panchito, apocope de Francisco, un personaje de bajo perfil, antiguo chofer de la línea de transporte público Duarte que operaba frente al Parque Independencia en el epicentro de la ciudad capital, y quien solía trabajar de lunes a viernes prestando servicios de puerta a puerta en cómodos autos Chevrolet de los años 50 hacia y desde el interior del país.

Panchito, quien residía en una humilde casa de madera en el sector de Simonico, dedicaba casi todos los fines de semana a jugar dominó con sus contertulios Julio Mojica, José Cabrera, y otros “viejos verdes, pero serios” conocidos del barrio y dados al juego combinado con tragos de ron Brugal, Barceló o Jacas Especial, y un buen sancocho para terminar borrachos de todas maneras.

Genaro, quien de niño fue testigo de excepción, no puede olvidar las veces que Lila, la esposa de Panchito, pedía ayuda para llevarlo casi arrastrado de vuelta a su casa. La razón es que entre fichas de dominó, se bajaban cada trago para celebrar la mano, cerrar la discusión y a veces, salir alterados por un disgusto momentáneo o una jugada capicúa.

Todo el barrio lloró su partida ya que “era un buen vecino, que no se metía con nadie.”

Panchito, cuando estaba sobrio, era una “dama” de caballero. Sin embargo, ebrio, su personalidad cambiaba 180 grados. Palco en el hablar; amigo de una sola frase, los tragos acumulados en su corriente sanguínea le hacían restallar las fichas de marfil sobre la mesa de juego, bajo un arranque de ira adornado de improperios y miradas filosas.

El compadre rememora que en una tarde fresca de noviembre, pasaba por la calle y frente a la mesa del dominó una morena exuberante de glúteos y dos poderosas razones de pecho, cuando al verla, Panchito exclamó: “¡Mami, si te agarro en un cañaveral sin salida, cuánta melodía!”

La mirada fulminante de la joven desconocida lo cruzó de lado a lado, pero luego comprendió que se trataba de un viejo sin nada que hacer, y la trastocó en una media sonrisa de burla y desprecio. Los ojos de él apuntaron a otro ángulo, y optó por hacerse el sueco.

Sin embargo, la mayor preocupación de Lila era cuando los espíritus destilados se apoderaban del subconsciente de su querido Panchito. Ella, una mujer recatada, silenciosa, lejos del mundanal ruido, casi religiosa, no podía detener el impulso de sus dos ojos negros pequeños en un rostro asimétrico reducido, para enterarse del más mínimo suceso en el barrio.

Decía que un pajarito le contaba todo. La verdad que nadie sabía cómo ni qué clase de pájaro. Ni siquiera su vecino de enfrente, Yomero, el pintor, observador y ladino, jamás pudo descifrar ese enigma del “pájaro chivato” de la vecina con distancia social.

Genaro recuerda con emoción las veces que ella se encerraba en su rancho, cada vez que Panchito hacía una de las de él. El escándalo era enorme en una vía de apenas tres o cuatro esquinas, entre la Calle U y la Buena Vista. Entre gritos y protestas, no había quién llevara a Panchito borracho a su casa, lo hiciera acostarse en su cama y mucho menos quitarle la ropa.

La vergüenza de ella no le permitía dar la cara a los vecinos, hasta que se enfriara el sobresalto. Ni siquiera Chede, su vecina de mayor confianza, aguerrida y dispuesta para lo que fuera –ya que era carnicera– podía calmar las fuerzas de un hombre arrebatado por los impulsos desmedidos del alcohol y la lengua desenfrenada.

Un día, y luego de más de medio siglo de vida choferil, Panchito partió al otro mundo con su Chevrolet de brillo plateado y color azul, víctima de un golpe traicionero de presión alta. Todo el barrio lloró su partida ya que “era un buen vecino, que no se metía con nadie.” Lila quedó viuda y solitaria hasta su último minuto de aliento, y es que jamás –por más que lo intentaron–, procrearon descendencia alguna, dentro ni fuera del matrimonio.

Todavía el compadre Genaro los recuerda con nostalgia, A Lila, más por sus consejos del buen y recto vivir, sobre todo con las mujeres; y a Panchito, por sus ejemplares batidas con el dominó, el alcohol, el cigarrillo y los amigos, en una cruenta batalla que al final perdió.