No hay arma más peligrosa ni medio de lucha más eficaz que la memoria, y el poder lo sabe. Resistente, indomable, insobornable, ella obra para impedir que este falso absoluto que llamamos presente perpetúe la injusticia y la opresión por vía del olvido. Esa memoria nos hace ver que la historia humana parece amar de forma misteriosa las ironías y las paradojas. La historia del moderno Estado de Israel es la trágica historia de cómo las víctimas se convirtieron en verdugos y los abusados en abusadores, y de cómo los oprimidos de ayer pasaron a ser los opresores de hoy. He ahí en un solo acto la verdadera tragedia del Estado sionista.

La historia de la Palestina ocupada es la historia de una catástrofe histórica, de la nakba, pero también de la resistencia de la memoria. Por largo tiempo el gran éxito del relato sionista consistió en lograr pintarse ante el mundo como la víctima agredida mientras en realidad era el ocupante agresor. El otro, el agredido, era vindicado como el malvado, la bestia salvaje y violenta. Las guerras árabe-israelíes y el terrorismo palestino alimentaron ese relato mendaz. Hoy ya no es posible seguir alimentándolo, vendiéndolo y haciéndolo creíble porque se ha desfondado a la vista de todos.

La verdadera bestia ha mostrado sus fauces. Y, pese a ello, persiste una doxa basada en lugares comunes que insiste en hacerle el juego: que ese conflicto no tiene solución, que proviene de los tiempos bíblicos (todo parece estar contenido en las profecías bíblicas), que esa gente lleva más de dos mil años matándose entre sí, que eso tú y yo no lo vamos a arreglar desde acá. Lo pernicioso de ese tipo de opinión común es que en nada ayuda a comprender el problema de fondo y sólo sirve de excusa para eludir la verdad.

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Pelletier serie Soldadito

La expresión “conflicto palestino-israelí” es un eufemismo de la diplomacia y la política, una manera neutral de llamar a las cosas y, sobre todo, una mistificación de la verdad. Porque en la raíz de tal “conflicto” entre israelíes y palestinos lo único que ha habido desde siempre es agresión, ocupación y despojo colonial de un lado, y resistencia tenaz y radical del otro. Opresores y oprimidos, ocupantes y ocupados. Pero el discurso del poder todo lo manipula y lo distorsiona. Entonces se habla de “conflicto”, en términos falsamente neutrales, de operación militar en vez de agresión, de ofensiva en lugar de masacre, de represalia y no de genocidio; se habla de “hostilidades armadas” allí donde no hay una guerra simétrica, como aquella que ocurre entre dos bandos enfrentados más o menos iguales en fuerza, sino abuso sistemático y descomunal superioridad de un bando sobre otro.

Mientras los inclementes bombardeos arreciaban día y noche sobre el cielo de la Franja de Gaza, la ONU pedía el cese de las “hostilidades” (así le llamaba al bombardeo y la masacre). Pero, ¿qué hostilidades? El ejército israelí bombardeaba las playas de Gaza. Los muertos eran niños palestinos, no militantes de Hamás. Después ese ejército mataniños se disculpaba porque los civiles muertos eran "escudos humanos". El colmo de la razón cínica.

Habrá que decirlo y repetirlo una y otra vez hasta que harte y haga oír a los sordos: mientras haya ocupación militar habrá resistencia. La violencia de la ocupación genera la violencia de la resistencia. Este esquema fatal no puede crear otra cosa que una interminable espiral violenta que no cesa de reproducirse y que no tiene salida fuera de la solución de los dos Estados. Los israelíes quieren seguridad y sólo tienen más resistencia. Los palestinos quieren un Estado y sólo tienen más asentamientos ilegales. La raíz de todo sigue siendo la ocupación.

Es ridículo equiparar a una milicia armada con uno de los ejércitos más poderosos del mundo, a los cohetes de Hamás con los bombardeos de Israel, a los 2,500 palestinos muertos con los 60 israelíes. Después de la matanza de 500 niños en Gaza nada parece más cierto ni más irónico: cuando los israelíes actúan como nazis, se convierten en nazis. La antigua víctima se mira en el espejo del verdugo, se mira y se deleita mirándose.

Durante siglos los judíos fueron cruelmente perseguidos, se enfrentaron a la amenaza del exterminio y lucharon por la supervivencia. Hoy, sus descendientes, los hijos y nietos de los supervivientes del Holocausto, obligan a otros a hacer lo mismo. En un tragicómico cambio histórico de roles, los israelíes se han convertido en victimarios, y de los más repudiados del planeta. ¿Qué es lo que realmente ha ocurrido? ¿Cómo es que esto ha podido ocurrir? ¿Cómo es que se puede ser tan malvado y perverso? Nadie se hace estas preguntas. Lo cierto es que el sionismo no representa hoy al judaísmo, ni a la diáspora, ni al pueblo de la Shoah, del Holocausto.

Cuando los políticos israelíes necesitan subir puntos electorales en las encuestas o atraer votantes, recurren al mismo expediente: masacrar palestinos. La perversidad de los dirigentes y gobernantes sionistas parece no tener límites. Un político israelí ha sugerido bombardear Gaza cada dos años, así de simple, como si se tratase de un plan estratégico llevado a cabo bajo un estricto calendario. En Gaza hay toda una generación que ya ha conocido y sufrido en carne propia cuatro guerras. Recordemos las operaciones militares ejecutadas con intervalos de dos a cuatro años: “Plomo Fundido” (2008-2009), “Pilar Defensivo” (2012), “Margen Protector” (2014). Tres nombres de lo mismo: terrorismo de Estado. El plan sigue el mismo patrón: bombardear intensivamente Gaza y reprimir brutalmente Cisjordania. Palestina siempre pone los muertos y los heridos.

Que Israel es hoy un Estado canalla que sólo merece el repudio universal por sus crímenes de guerra contra los palestinos es una verdad como un templo que nadie debe ignorar ni negar. Que también hay que condenar a la superpotencia imperial que le apoya, financia y arma, es la otra parte de esa verdad.

Alexei Sayle, un comediante judío-británico, caracteriza así la política israelí hacia los palestinos: “It is the psychology of the murderer, the rapist, the bully. That’s what Israel is in this situation” (“Es la psicología del asesino, del violador, del matón. Eso es lo que Israel es en esta situación”). Gideon Levy, periodista israelí del diario “Haaretz”, suele comparar la conducta de los gobiernos de su país a la del “matón del barrio”, la del "abusador". Norman Finkelstein, politólogo estadounidense de origen judío, declaró una vez: “Israel se comporta como un Estado satánico”. Podría citar ahora a tantos otros judíos y no-judíos disidentes: Noam Chomsky, Robert Fisk, George Galloway, Naomi Klein, Ilan Pappé, Uri Avnery, Gilad Atzmon, Amira Hass, Nurit Peled-Elhanan. Curiosamente, los críticos más lúcidos y radicales de la barbarie demencial de Israel son todos judíos. El Estado canalla los estigmatiza como “intelectuales liberales, izquierdistas, traidores”, como si disentir del poder y asumir una postura decente fuese un crimen. Pero ellos son la verdadera reserva moral de ese pueblo.

Hace rato que Israel se ha deslegitimado por completo frente a la humanidad. Su deslegitimidad se inscribe violentamente sobre los cuerpos inermes de los miles de niños palestinos asesinados por su ejército y sus gobiernos. Ya no puede darle al mundo cátedras de moral ni de nada porque se ha desacreditado. Sólo sabe replegarse sobre sí mismo, aislarse y agredir al otro más débil y desvalido, mientras las cosas empiezan a volverse en su contra, cada vez pierde más aliados y gana más adversarios. Ya nadie cree en las viles mentiras que difunden sus embajadores por todo el mundo.

El peor enemigo de Israel no es Irán: es el propio Israel. Sus gobernantes no son más que vulgares infanticidas y genocidas. Si Bashar al-Asad es un genocida, ¿qué decir de Binyamin Netanyahu? Su prontuario criminal parece superar al de su compatriota Ariel Sharon, el carnicero de Sabra y Chatila. Con la sola diferencia de que el sirio masacra a su propia gente y el israelí a sus vecinos con pasmosa sangre fría y celebrada impunidad. Pero mientras Siria se ve destruida por una guerra civil patrocinada por Estados Unidos y Occidente, Israel reduce la sitiada Gaza a ruinas y escombros, condenando a sus ciudadanos al hambre y al frío.

Para Israel, Palestina sigue siendo sólo una ausencia deseada, como recordaba Edward Said. Todas sus políticas de apartheid, de humillación y sufrimiento, de despojo permanente, de asentamientos ilegales, de asedio y bloqueo, de brutal represión política y militar, de masivas detenciones arbitrarias (y ahora de niños y adolescentes tirapiedras), de asesinatos selectivos y matanzas indiscriminadas, de abusos y atrocidades, de violaciones de derechos humanos elementales, son políticas desquiciadas que persiguen los objetivos clave del colonialismo sionista: mantener el statu quo, perpetuar la opresión, boicotear la solución de los dos Estados y, sobre todo, imposibilitar a toda costa la creación de un Estado palestino libre, independiente y soberano. Que no haya Palestina, que jamás haya un Estado palestino sobre la faz de la tierra, que los palestinos sean eternamente parias y proscritos en su propia tierra, como quieren los sionistas mesiánicos y como Netanyahu ha prometido a sus electores.

Y, sin embargo, Palestina es una presencia terca y tenaz. Sigue ahí, viva y combativa, resistiendo, encarnando la resistencia de la memoria. Un día, tarde o temprano, inexorablemente, habrá Palestina. Por sobre los niños masacrados y las madres desconsoladas y los hogares arrasados y los escombros y los muertos y los mutilados, por sobre todo el horror y el terror de los bombardeos y la sangre derramada y la tierra robada, por sobre la canalla sionista y el maldito ángel exterminador de la muerte y la destrucción, yo sé que un día habrá Palestina. ¡La habrá!