Cada vez que escapo hacia “Casa del Carajo”, mi sibarítica Ínsula Barataria enverjada de flores que queda por los rumbos de Yamasá (donde no se habla de política, a menos que el dueño ponga el tema), veo el profundo verde del campo, el no menos profundo azul del cielo, el paso acompasado de las nubes perezosas, la amigable brisa portadora de trinos, la lluvia que celebra ruidosamente la vida, el horizonte de cónicos mogotes y ondulantes montañas, el día transparente o gris y la noche cargada de silencio, y no hago más que reiterarme en una vieja convicción: ¡Qué país tan bello y generoso, pero tan mal administrado!