“Los liderazgos jóvenes y los nuevos influencers parecen tener como base de sustentación el irrespeto, las palabras altisonantes, el ánimo de contender, la descalificación y la acusación irresponsable, elementos que en nada aportan a una cultura de paz y una sociedad armoniosa” (Twit).
Revolución, revolución, revolución, gritaban los jóvenes estudiantes del liceo Andrés Avelino Garcia. Era una tarde cualquiera, un día laboral de la semana. Una decena de estudiantes alborotaban el frente del centro de estudios, gritaban, pedían, exigían revolución. Me asustaba al principio, el corazón me palpitaba rápido. Quise eludir a los amontonados, pero ocupaban toda la parte frontal del Liceo y la única entrada a las aulas. Entre los mozalbetes vi a un amigo de aula, que me animó a pedir revolución, ¿Yo, qué sabía lo que significaba eso?, pero me uní al coro de pedir revolución.
No existían celulares ni laptop ni internet. Dos días después buscaba la palabra en uno de los diccionarios de la biblioteca que recién inauguraba la escuela, una donación del gobierno de Jorge Blanco. Revolución, revolución, revolución, pedía yo con una voz potente, con el vigor de la juventud, lagunas formativas y el desconocimiento absoluto del término. Entre saltos y bailes y gritos y consigna, ya era yo parte del grupo de libertarios, que pedían revolución. Cójelo, ni puta idea de lo que entrañaba.
Años después, vidas después, experiencias después, me sigo preguntando si los jóvenes revoltosos de mi escuela sabían entonces que era una revolución.
He visto emerger una generación de jóvenes trascendentes, con muchos seguidores en las redes, que es una forma moderna de medir a las personas. Muchos de ellos han alcanzado su nivel de aceptación acudiendo a la explotación de sus atributos, otros con exhibiciones de partes que antes estaban vedadas o reservadas a la imaginación o películas pornográficas, algunas con movimientos pélvicos sugestivos, y los más con acusaciones contra todo y contra todos, con palabras soeces que dicen anuncian iras retenidas por malos tratos, por abusos o desgobiernos. Con insinuaciones, palabras altisonantes, y con manifestaciones y elucubraciones que desnudan intimidades y acciones sin ningún tipo de pruebas, pero que son dadas por verdades, teñidas y defendidas como verdades.
A algunos de esos comportamientos les llaman fake news (noticias falsas), pero no por serlo dejan de ser afirmadas para producir un efecto.
Las redes sociales aún no han llegado al puntos máximo de su daño moral y de producir descalabro social.
Ya tenemos varias guerras producidas por una mentira, si total para los detentadores del poder punitivo “el hecho de que no haya pruebas no quiere decir que no habrán pruebas”.
Lo creo irresponsable, aún cuando tenga un sustento en el derecho a la libre expresión, pues choca con el derecho a la dignidad de su objetivo. Es que esas palabras ofensivas y acusatorias sin sustento probatorio tienen el símil de la polución o contaminación, solo que en este caso, el daño es focalizado, específico, pero expansivo.
No soy abogado del diablo y no hablo de ningún caso en particular, pero me pregunto, ¿Si estos nuevos líderes, estos influencers, hablan por si y desde si mismos, o igual que yo ayer, piden una revolución de la que desconocen todo?
A la sociedad le viene bien mirar hacia sus adentros. ¿O no?