“Preciso  era, también, mantener presente el fantasma de la invasión”. José Francisco Peña Gómez en una cita a Hugo Tolentino Dipp.

En una sociedad de escasa identidad ideológica como la nuestra, y donde el odio ha sido y será por largo tiempo caldo de cultivo para las arengas políticas de intelectuales patrioteros. Difícilmente pueda penetrar en la psique criolla, la sagrada idea de que los hombres, sin importar rasgos culturales y antropológicos, clase social y/o ninguna otra condición que nos haga parecer diferentes, ante las normas tanto nacionales como supranacionales, tenemos, afortunadamente, el mismo valor sin obviar las razones históricas y económicas que crean la necesidad de irrumpir en territorios de forma irregular.

La referencia más próxima a esa deformidad sociocultural y eminentemente antihumana, podría haber sido sembrada muchas décadas atrás, pero abonada en 1937 con la peor masacre que haya existido en Quisqueya en contra de personas, por el solo hecho de  hablar, pensar y ser distintos a nosotros. Una desgracia social, validada 76 años después con un mamotreto judicial denominado Sentencia TC 168-13, conocida por muchos como un aborto jurisprudencial que exagera el tiempo y cambia acepciones etimológicas para socavar derechos fundamentales adquiridos, y sostener ideas radicales en contra de un pueblo pobre.

De ahí en adelante, todo lo que signifique regular el tránsito de nuestros vecinos y/o el establecimiento de una sana y justa convivencia social, sin que sean vulnerados sus derechos y los nuestros, se convierte en discurso político con tintas discriminatorias y provoca un hormiguero de opiniones racistas en un pueblo de negros con una vocación ridícula a pretender ser blancos.

Abordar el tema sin que desborden las causes de las pasiones, es un tanto más complejo que entender la aptitud xenófoba de la clase económica, políticamente dominante y la inclinación febril a aborrecer todo aquello que provenga de Haití, excepto el dinero producto de sus turbios negocios. Las mentes descabelladas que pretenden sacar filo político a la situación actual del tema haitiano, sembrando enemistad  entre dos pueblos hermanos, carecen en su mayoría de argumentos sustentables, y  hasta ignoran la importancia que tiene el vecino para nuestras retardadas relaciones comerciales internacionales.

La negación por parte del ejecutivo del Pacto mundial Para la Migración Segura, Regular y Ordenada, más  que pretender evadir las disposiciones que puedan contrariar nuestras normas, es la sumisión total  a ese grupúsculo y sus  ambiciones económicas con las que saca más beneficio al desorden, que al ordenamiento migratorio propuesto por el pacto. Posiblemente, por lo lucrativo que resulta, mantener en condiciones de esclavitud una mano de obra que sustenta buena parte de nuestro Producto Interno Bruto.

Por la manera en que hemos respondido, parecería que el pacto solo beneficia a los haitianos y se  olvida, y esto es mucho peor, que República Dominicana ha exportado en los últimos veinte años una cantidad importantísima de criollos, que igual que nuestros colindantes, vieron sucumbir sus esperanzas de vida en su tierra natal. Y apostaron, como la mayoría de pobres en la región, a la construcción de un estado de bienestar ausente en este país, y que ellos también serán beneficiados con el cacareado Pacto para la Migración Segura, Ordenada,  Regular, propuesta por la ONU, no obstante aquí optemos por ignorarlos a todos.

El pacto, podemos asegurar, no tiene opositores por ser violatorio a nuestra soberanía, sino porque establece garantías de derechos a los migrantes. Y si en algo hemos sido efectivos por muchos años, es en la negación rotunda de los derechos que como personas, en condición  de refugiados económicos merecen los haitianos. Y los habrá, como siempre, los que se ufanen de humanitarios en casos especiales, desconociendo aquella frase de Friedrich Nietzsche que reza: “Lo que vosotros dais a vuestro amigo se lo doy yo incluso a mis enemigos, sin que por ello me haya vuelto más pobre”.