El muy difundido libro de Acemoglu y Robinson (“Por qué fracasan los países”) dedica bastante atención a las dificultades que confrontan algunas sociedades para crear instituciones progresistas que perduren en el tiempo, debido a que determinadas élites siempre oponen una fuerte resistencia que las frustra o las revierte.
Quizás durante esta gestión de Gobierno ya no llegue a discutirse el Pacto Fiscal de que tanto se habla. No creo que el liderazgo nacional esté objetiva ni subjetivamente preparado para un compromiso creíble, pero de lo que no me cabe duda es que sin un gran pacto nacional en esta materia el país no va pa’parte.
Conceptualmente la fiscalidad define la porción del resultado económico que la sociedad está dispuesta a aportar para el fondo común, destinado a la satisfacción de las necesidades colectivas y cómo este fondo se administra. En la práctica, dicho concepto envuelve tres aspectos básicos: la capacidad de aporte, la naturaleza de los lazos de cohesión que se establecen al interior de la colectividad y la confianza en el que va a administrar ese fondo común, es decir, el Estado.
Y este es uno de los aspectos respecto a los cuales la República Dominicana ha encontrado más dificultades para llegar a un entendimiento de largo plazo, debido principalmente a la escasa confianza en el Estado.
Anteriormente el país tenía un régimen de impuestos con elevadas tasas, diseño deficiente y muy amplias exclusiones, de lo que resultaba un sistema tributario insuficiente, inelástico, ineficaz y en extremo injusto. Gran parte de la recaudación descansaba en altísimos aranceles sobre importaciones e impuestos selectivos con tasas específicas, un impuesto al valor agregado (ITBIS) reducido y un altísimo impuesto sobre la renta de tipo cedular (el pago no dependía tanto del ingreso obtenido como de la fuente que lo generaba).
Teóricamente los impuestos eran elevados, pero todo era un engaño, pues el sistema estaba repleto de exenciones y exoneraciones, y era tan complicado de administrar que al final muy pocos terminaban pagando.
En 1990 y 1992 se hizo una reforma tributaria integral, por medio de la cual prácticamente todos los impuestos se convirtieron en ad valorem, se bajaron las elevadas tasas de arancel; el impuesto cedular sobre la renta se convirtió en global (a igual ingreso igual impuesto independientemente de la fuente de renta), con tasas muy moderadas y amplia base, al suprimirse infinidad de brechas que posibilitaban la elusión y la evasión. Se amplió el IVA y se racionalizaron los impuestos selectivos. La reforma tributaria emprendida se enmarcó en el paradigma de pensamiento predominante en la época, según el cual lo correcto era establecer tasas fiscales bajas, junto con una base impositiva más amplia y una administración tributaria más eficiente y simple.
Hasta ese momento la tasa combinada de impuesto sobre la renta podía conducir a que alguien pagara hasta el 85% de su ingreso, lo cual lo convertía en un impuesto confiscatorio, pero eso nunca ocurría porque la misma ley abría mil brechas para evitarlo. Además de que la ley impositiva dejaba exentos importantes componentes del ingreso, casi todos los sectores de la economía tenían su propia ley de incentivos.
A partir de la reforma los impuestos a la importación bajaron drásticamente y en ISR se dispuso una tasa máxima de 25% para las empresas y personas físicas. En ese aspecto, la reforma dominicana fue una de las más profundas de América Latina y del mundo occidental, pues pese al pensamiento neoliberal predominante por ese tiempo, muy pocos países bajaron el impuesto en tal magnitud.
Sin embargo, al intentar suprimir las exoneraciones y exenciones comenzaron a brotar todas las resistencias: el primer obstáculo se basó en un fenómeno de tipo legal, que fue de seguridad jurídica, en el sentido de respetar los derechos adquiridos con anterioridad a la reforma. Y a medida que dichos derechos adquiridos fueron expirando, se volvió a la fiesta de aprobar nuevas leyes de incentivos fiscales.
Entonces se hizo evidente que las élites del país no habían alcanzado un consenso sobre lo que realmente se quería: en todos los países se necesita una base fiscal razonable para satisfacer las necesidades colectivas y eso tiene que ser conciliado con el propósito de propiciar estímulos a la inversión productiva. En consecuencia, podemos optar por un sistema de impuestos bajos pero pagados por todo el mundo, o bien se puede entender como algo legítimo un sistema de desgravación fiscal como incentivos a ciertos sectores, pero manteniendo tasas altas para los demás.
Lo que no es lógico es que pocos paguen, y los que pagan paguen poco. Y esa fue la situación que se fue creando en el país después de 1992: el mejor de los mundos para el que no quiere contribuir al fondo social, pero el peor para la construcción del Estado que el país necesita y para la cohesión social.
El fisco, como tenía entre sus propósitos lograr una mayor recaudación, al verlos frustrados inició de inmediato una carrera interminable de remiendos que ha conducido a que al llegar al 2014 se hayan hecho otras once microreformas que el argot popular ha bautizado como paquetes, paqueticos y paquetazos, y otras tantas amnistías por el incumplimiento anterior, con las cuales se ha deformado en gran medida el contenido y la filosofía de la gran reforma de 1992, con el agravante de que no hay formas de que la carga tributaria supere el umbral del 18% del PIB (incluyendo la seguridad social). Y así no vamos a ninguna parte.