A Eric Ramos, mi primer lector de Oye, Dios!, tres años después [1]
Oye, Dios!, no te niego que tengo miedo; tengo miedo de ejercer mi furia, mi inconformidad contigo.
Tengo miedo de no tener más mordazas, de pedirte explicaciones por tu ego, porque nos atrapas: quieres a todas tus criaturas junto a ti; no nos da tregua para elegir.
Eres egoísta, te lo repito, porque nos deja una hoja en blanco sin ninguna caligrafía para saber dónde escribirte y dirigirte preguntas.
Tú, me haces discernir, pensar, ampliar mi Yo, un Yo que me entregaste para que palpitara en mi conciencia. No quiero tu jardín celestial, no! Quiero tu verdad terrenal; quiero los vestigios de tu palabra, que de manera auténtica me hables del paisaje de la vida que dibujaste con tu pincel, porque, Dios ¿qué sentido tiene que movilices pasión en mí, fuerza, amor, sentimientos, esperanzas, fe, si tengo que renunciar a ellos cuando el ritual de la muerte se acerca?
Dudo, porque te obstina en quitarme la vida cuando más la necesito. Dudo, porque he sido digna de ti, y no me das señal de que comprendes que te amo, y que los míos son la obra de tu amor.
Dudo, porque sufro no saber qué es la continuidad de mi existencia.
¿Sabes tú, acaso, Dios lo difícil que es dudar? Me dirás que sí, que en el Calvario dudaste, que me mire en ti, en tu experiencia; pero Dios, tú tenías a tu Padre, y estabas seguro de él. Yo, en cambio, te he dado mis oraciones y súplicas buscando respuestas, y permaneces en silencio.
¿Qué motivos tienes, Dios, para hacerme sufrir? Me asombra tu distancia; no obstante, estaré en vigilia constante para escucharte, aún cuando me fatigue el sueño de tu gloria.
NOTA
[1] Sylvia Troncoso, una hermosa criatura, de una especial belleza de alma, única e irrepetible que, nació en el amor, vivió en el amor y murió en el amor… falleció, en la Paz del Señor, imbuida de una gran fe cristiana, para alcanzar con su partida, en un vuelo celestial y espiritual, su Misericordia. Falleció Sylvia un lunes 30 de mayo del 2011, aproximadamente a las 9.20 de mañana.
Yo estaba aún en Puerto Rico, y no pude retornar, y no te niego Eric, que no he podido superarlo, pero sobre todo, no haberme despedido de ella, a quien tanto quise, porque me entendía, sabía escucharme, y muchas otras cosas que han quedado como secretos de nuestras almas. Luego de nuestra conversación, que sería la última, del día dos de mayo, me palpitaba el alma; hubiera querido arrebatársela a la muerte, y le dije: “Sylvia, te regalo diez, veinte, treinta… todos los años que quieras de mi vida, pero no te vayas; ¡tú no puedes hacerme eso!”.
Esa fue Eric la razón por la cual escribí, tarde en la noche de ese mismo día, ese “Oye, Dios” tan doloroso, que no me atreví entonces a enviárselo porque tuve miedo, miedo a mis palabras, porque era mi reclamo a Dios, al cosmos y a la vida. Un “Oye, Dios” que es otro testamento más, muy mío, que te envié el 22 de mayo, y que ella no tuvo tiempo de leer, que hoy, ya me atrevo a leer en voz alta, porque sé, quizás, que esta vez ella puede escucharme sin hacerme reproches, y porque tal vez Dios… también me perdone mi atrevimiento.