Los verdugos del Daésh han vuelto a la carga sangrienta en el nombre de Alá. Esta vez, el escenario ha sido la capital francesa, un viernes 13 de noviembre, siguiendo al pie de la letra sus reglas cabalísticas. El saldo oficial: 129 muertos y 350 heridos.
Quienes conocen a los hijos del odio saben que los ataques coordinados en París no fueron una sorpresa, dadas las advertencias estratégicas de los yihadistas y su intención manifiesta de llevar dolor y sangre a objetivos blandos en naciones de Occidente.
Ningún país está inmune a esta escoria ultra extremista, reducto de los elementos más intransigentes del finado régimen de Saddam Hussein y de otros antiguos enemigos, cuyo objetivo es retrotraer la historia hacia épocas superadas por la civilización.
La idea de implantar por la fuerza bruta un Califato, con origen en Siria e Irak y extendido hasta los confines de Europa y el resto del mundo, va dejando una estela de sangre y barbarie inaceptable para quienes insisten en mirar hacia otro lado y no llamar por su nombre propio a los nuevos sicópatas y asesinos del siglo XXI.
La mal llamada “guerra santa” es, en parte, resultado de las invasiones de Afganistán e Irak por parte de los Estados Unidos y aliados, luego de los letales ataques terroristas de Al Qaeda el 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, Pennsylvania y Washington, que dejaron un saldo de más de tres mil muertos.
La nueva cruzada anti occidental de ISIS, cuyos fundamentos ideológicos y religiosos extremistas son obvios, alimentan y fomentan el odio que nació como una semilla desde el primer día que las tropas aliadas de Occidente pisaron territorio iraquí, lo que para muchos se ha convertido en un pecado original.
Al menos siete de los ocho atacantes en París eran suicidas, quienes ametrallaron sin rubor ninguno a decenas de inocentes en la popular sala de conciertos Le Bataclan, conocida popularmente como el Infierno, por el estilo de música que allí suele presentarse, mientras otros comandos de la muerte buscaban saciarse de sangre en varios puntos de la capital francesa.
No creemos que responder con bombas y explosivos a los cuarteles principales del Daésh en Siria e Irak será suficiente para detener la campaña de odio y muerte que alimenta a los fanáticos yihadistas.
También hay que golpearlos en sus finanzas, fruto del contrabando de petróleo robado en el mercado negro, y más aún en su habilidad de operar la tecnología moderna con mensajes codificados en redes de la Internet, lo que seduce a la juventud desviada de propósitos benignos.
Isis es un movimiento ideológico y religioso. Y mientras haya un solo fanático con el corazón devorado por el odio demoledor del fanatismo, cumplirá el mandamiento de Alá de dar muerte a todo aquel que no se someta a su ley, por lo que la semilla de ese mal está presta a germinar en cualquier escenario, llámese París, Londres, Madrid, Roma o Washington.
Las raíces de ese conflicto subyacen en las condiciones miserables y de pobreza extrema que aflige a gran parte del mundo árabe, las dictaduras y la guerra interminable entre las sectas sunitas y shiítas, árabes e israelíes. La historia ha enseñado que los peores conflictos humanos han surgido por motivos religiosos más que por razones de geopolíticas.
Después de lo ocurrido en París ahora, y antes en Madrid, Europa no será igual. Fue advertida hace tiempo que el lobo llegaría. La masacre, más que una tragedia, es una señal de lo que podría ser un peligro de grandes dimensiones. No solo para Estados Unidos. De mucho mayor peligro para toda la humanidad. Es hora de estar en alerta. De prepararse y afrontar la amenaza y las consecuencias. Y es que alguna gente no tiene idea de lo que viene andando…