El planeta continúa enfrascado en una batalla frontal para detener el virus del SARS-CoVid-2, debido a sus efectos devastadores a lo largo de poco más de un año, no sólo en el aspecto sanitario, sino también en el costo económico, político y humano.

Los gobiernos, desarrollados y en vías de desarrollo, dedican enormes recursos fiscales para adquirir las diversas vacunas disponibles y otras que llegarán, a fin de aliviar la pesada carga de enfermos y bajas como resultado de los contagios y sus orígenes y variantes.

Durante más de doce meses, poblaciones completas han sido aisladas, confinadas de manera parcial o total por tiempo indefinido o intermitente. Y en una especie de aprieta y afloja, las medidas de seguridad sanitarias llevan haladas de los pelos a los Ministerios de Salud que adoptan planes de contingencia necesarios según marcha la pandemia.

Pero mientras repetimos y practicamos hasta la saciedad la habitual lotería de víctimas y los consejos rutinarios de los tres puntos cardinales preventivos: lavarse las manos con agua y jabón, usar mascarillas y mantener la distancia social, poco o casi nada se revela de la cruda realidad y el drama humana de alta tensión que se registran a diario en las Unidades de Cuidados Intensivos.

¿Cómo navegar la terrible experiencia de sentirse solos, aislados y abandonados en un momento crítico de su existencia?

En casi todo el mundo el patrón es el mismo. El paciente sospechoso se hace la prueba PCR o de antígeno en un centro médico autorizado. Una vez resulta positivo, si la persona sufre de precondiciones, es decir otras enfermedades delicadas, su vida y emociones toman un vuelco de 180 grados al igual que su bolsillo.

Albert Einstein afirmaba que imaginar es ver y que la intuición es más fuerte que la razón. Por lo tanto, no es difícil verificar la cascada que desata la burocracia de los centros de atención médica en medio de una secuela de eventos que nadie en su sano juicio puede evitar ni controlar, una vez dentro. Incluso, ni siquiera los proveedores de servicios en las áreas de cuidados de pacientes graves.

¿Qué ocurre en las UCI con aquellos pacientes a quienes el letal virus pone en juego sus vidas? ¿Cuáles actitudes asumen los intensivistas confrontados a diario con el dilema de la vida o de la muerte de sus pacientes agónicos? ¿Cómo navegar la terrible experiencia de sentirse solos, aislados y abandonados en un momento crítico de su existencia?

Esas y otras interrogantes, a veces ignoradas cuando no ahogadas en el silencio de la amargura que deja este drama del siglo XXI en los familiares, no han sido del todo exploradas, analizadas, comprendidas o ventiladas para llevar comprensión y alivio a tanto luto, a tantas familias y tantos hogares que han sido marcados para siempre por un virus implacable y tiránico con el sello indeleble de la separación a destiempo.

¿Cómo reaccionan y asimilan los responsables de atender a aquellos en semejante encrucijada? ¿Se insensibilizan? ¿Muestran empatías? ¿Les duele el dolor y el sufrimiento del semejante? ¿Hasta cuándo pueden resistir la prueba y la indiferencia? ¿Sobre quién o quiénes recae la responsabilidad de despedir a alguien que pasó el punto de no retorno en las duras batallas que se libran día por día en las salas de emergencia y las UCI?

Con la llegada de las vacunas se vislumbra una luz en el horizonte del retorno a la normalidad. Hay razones y motivos para sentir que se acerca la esperanza y el momento de superar capítulos de fuego para el espíritu, la fe y el carácter de esa breve transición dual que se llama ciclo de vida y muerte, alegría y dolor, paz o tristeza. Es la vida misma.

Admito que el tema no es fácil de tratar en ambientes distendidos. Incluso, ni para un superviviente. Pero confío en que habrá de llegar el momento en que alguien con el valor necesario para sobrevivir, pueda con su testimonio desnudar las miserias humanas y las horas más terribles, arrojar la luz suficiente en esos episodios de profundos matices y oscuridad.

Son los mismos que marcan un antes y un después en el tejido vital de la existencia, a fin de poder reflexionar a fondo sobre el genuino sentido de la vida en situaciones críticas y en momentos de debilidad.

Los filósofos de la antigüedad lo practicaban. Los del siglo XXI, no tanto. Después de todo, lo ignoremos o no, es la otra cruda realidad del letal virus. Más allá de las frías cifras y las estadísticas, la muerte es el lado más oscuro y más siniestro de la misma moneda: la pandemia.