La guardia dominicana me recuerda los enseres de antigüedades que se exhiben en las ferias de pulgas. Cuando al Gobierno se le antoja montar una galería de exposiciones, la saca a las calles para mostrar los músculos de su pretendido arrojo. La excusa ahora es la seguridad ciudadana: un sistema cuyo colapso no tolera más ocultaciones aunque lo tapen con chamacos verde olivo.
El pasado fin de semana tuve que viajar a la provincia Duarte. En el camino fui demorado por unos patrulleros militares instalados en la autopista Duarte. Tan pronto me aparqué, uno de ellos, de piel pálida y labios cenizos, como mordidos por el sol, se asomó a la ventana de mi carro. Creí haber visto a un espíritu trashumante, de esos que aparecen y se evaporan súbitamente en los espejismos de las carreteras. Con voz enredada en la vergüenza y sin hallar un acomodo firme para mirarme, me hizo una pregunta envuelta en su propia respuesta: Su cara no es de un hombre armado ni problemático, pero sí para dejarle a estos muchachos un regalito. Usted sabe mi don, no es fácil, uno aquí el día entero…
Es posible que esos retenes militares hagan su trabajo, pero no tan celosamente como el otro: colectar dinero para los mandos superiores. Cada llamado al ejército a labores de apoyo a la seguridad pública es motivo de fiesta en los altos mandos. A sus peones, tratados como realengos, les asignan cuotas de recaudaciones bajo códigos implícitos de disciplina draconiana. El oficio de estos infelices es una cruel parodia y su dignidad cuesta menos que la promesa de un borracho. Esos son los paladines con los que cuenta la patria para defenderse de las potencias nucleares. Todos los gobiernos se han recostado en un argumento ya mítico para justificar sus históricos desprecios: no hay recursos. ¡Mentira!
Los recursos sobran, pero no para la policía. Basta ver la nómina del Ministerio de Relaciones Exteriores; el presupuesto que a discreción maneja la presidencia; los fondos que se van en comisiones y sobornos en las compras y contrataciones de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional (y todos los ministerios con grandes presupuestos); la bestial nómina pública encubierta bajo partidas eufemísticas e inflada con programas falsos para trasegar recursos; los pagos cruzados por servicios ficticios o a través de intereses vinculados; los presupuestos publicitarios obscenos para cebar a una red depredadora de bocinas mercenarias; los fondos blanqueados en cuentas de paraísos fiscales; las indolentes sobrevaluaciones de obras; los pagos por consultorías inexistentes; las exacciones que le impone al Estado y sus contribuyentes una mafia de generadores eléctricos para desangrar las finanzas públicas con la venta de una de las energías más caras del mundo. Esa es la delincuencia fina, exquisita y gourmet a la que al parecer hay que combatir con etiqueta y protocolo porque a sus centros de operaciones no llega cualquier desarrapado.
Si un suboficial supiera que su sueldo lo paga un funcionario en el vino de una cena; si un tíguere del barrio sospechara que el costo de la carrera universitaria que nunca tuvo se diluye en el descorche de una frugal bohemia burócrata; si un maldito palomo se enterara de que la lipoescultura de las amantes oficiales las paga el mismo Estado que le niega una beca… Para la violencia generada por esas asimetrías se aplauden los estados de emergencia, las patadas, los culatazos, los balazos y la cárcel. Sin exculparla, ella es fruto de las iniquidades prohijadas por un sistema político degradado, amoral y delincuente.
¿Qué respeto por la ley se le impone a un ciudadano que roba para comer o mantener un vicio de cara a una autoridad que ostenta impunemente sus “realizaciones” en el poder? ¿Qué temor puede inspirar un sistema judicial que rechaza la acusación en contra de un funcionario por robos de sumas impúdicas del erario? ¿Dónde encontrar fuerza motivadora para disuadir la conducta delincuencial de la base social cuando el Estado es el primer infractor de su propia legalidad? ¿Qué garantías del procesado se guardan cuando el reo es un paria negro, pobre y de barrio? ¿Qué respeto merece una autoridad que encubre, apaña, protege, tutela y simula los desmanes, extravíos y aberraciones de sus iguales?
Las sociedades que han hecho la transición de un estatus de desorden, corrupción y violencia a uno de seguridad y de imperio institucional la han emprendido con el ejemplo de quienes deben dar el ejemplo: los gobernantes. Sucedió en Irlanda, en Islandia, en Singapur y más recientemente, y a su manera, en Filipinas, donde no hubo recogimientos para acusar y apresar a funcionarios, banqueros y empresarios. Mientras el sistema se mueva en esa moral desdoblada, no esperemos cambios de fondo, permanencia ni trascendencia más que remedios “relámpagos” con propósitos publicitarios.
Si la sociedad no se involucra de forma estelar en este drama, ni el ejército chino podrá contener la violencia ascendente que nos abate. Los partidos están ocupados en sus agendas, los empresarios en sus negocios, los profesionales en sus realizaciones, los funcionarios en sus robos y una buena parte de la juventud en sus escapismos enajenantes. La sociedad debe actuar ahora, antes de que las condiciones devengan en irreversibles; para hacerlo debe contar con la fuerza expresiva de la calle, el látigo mordiente de la delación pública, las presiones de la fuerza popular y la desobediencia civil, si fuere necesario. Operación Guillotina en contra de la delincuencia de poder.