Ya mucho nos hemos quejado de los tapones y la peculiar manera de conducir en las calles dominicanas. El muro de las lamentaciones de los que pagamos la gasolina más cara del mundo, no aguanta un picazo más de quejas y malhumor. Los viernes, sin distinción de los precios del petróleo en mercados internacionales, el pánico y la incertidumbre se apodera de nosotros cuando Industria y Comercio anuncia las alzas, el congelamiento o las muy inusuales rebajas en el costo de los carburantes.

Sin embargo, echando a un lado el pesar cotidiano de ser chofer aquí, son los peatones quienes llevan una carga pesada en esta historia. Muchas historias son las que escucho entre compañeros de trabajo, amigos, gente conectada en las redes sociales y las noticias que se leen en los medios sobre las dificultades que enfrenta quien anda a pies en esta ciudad pero entre escucharlas y vivir la experiencia a medias de ser un peatón en este país, la diferencia es abismal.

El irrespeto, la total ausencia de la cortesía y los buenos modales, la inestabilidad y  la impotencia son algunas de los conflictos con los que debe lidiar el peatón que sale cada día de su casa a moverse en esta urbe por necesidad o por gusto.

Cruzar una calle es una aventura. Toparse con alguna alma noble que se digne a parar el curso del tránsito por unos segundos y que esté dispuesto a escuchar toda clase de improperios de quien conduce el vehículo de atrás, es casi jugarse la vida a la suerte. Una mujer embarazada, ancianos, desequilibrados mentales, niños, estudiantes, sin distinción alguna aquí la gente simplemente no cede el paso.

Sin temor a equivocarme creo que somos el único país en el mundo donde las personas no videntes que hacen un esfuerzo sobrehumano para realizar sus tareas cotidianas con cierto grado de normalidad, tienen que casi tomar las calles para que sean escuchados sus reclamos exigiendo a los ayuntamientos y a la ciudadanía en general que mantengan las aceras limpias y libres de basura que obstaculizan su tortuoso paso por las ya complicadas vías de esta ciudad.

Gente que no sólo tiene que lidiar con la incomodidad de transportarse en un sistema ineficiente, inseguro y en pésimas condiciones sino que también vive su cotidianidad a riesgo de los mal llamados dueños del país que a veces por puro capricho aumentan los precios del pasaje, paralizan el transporte o terminan sus piquetes a pedradas y a balazos.

Y ni hablar de la estampa del chofer que abunda en las movidas calles de Santo Domingo que al volante de cualquier modelo 1982 anda y desanda la capital cual si fuera el dueño de las vías. Con aquella actitud de “yo soy jefe porque si”.

Por suerte, no están tan solos. Los que manejan tambien tienen que lidiar con esos trastornos, quizá no entre los esprines oxidados y amenazantes de algún Datsun, el calor sofocante de un vehiculo cargado de gente o el peligro que los acecha de un tanque de gas que puede explotar en cualquier momento, pero sí desde su propia perspectiva. Que la paciencia esté con ustedes y con nosotros también.