America debería sentir vergüenza por haber sido el origen y la víctima del más grande esquema internacional de corrupción de la historia de la humanidad. El complejo y exitoso entramado de sobornos orquestado por la empresa brasileña Odebrecht ha logrado sobrepasar la mala reputación del África en esa materia. Todo parece indicar, sin embargo, que el escándalo amainará sin mayores consecuencias y que el tiempo borrará sus huellas. En nuestro país la vergüenza es mayor porque la desidia judicial ha roto el récord y, de cara a un nuevo gobierno en agosto, prevalece el temor de que no habrá resarcimiento del daño y de que los ladrones se saldrán con la suya.
En America Latina y el Caribe “la correlación entre la corrupción y el desarrollo o el atraso económico es más que obvia”. Estimados autorizados cifran el costo de la corrupción en un 3% del PIB regional –unos US$142,000 millones en el 2018– y un 80% de los ciudadanos cree que la corrupción ha penetrado a todas las instituciones. No sorprende entonces que la región registre la más alta desigualdad social y, al mismo tiempo, uno de los más altos niveles de abstencionismo electoral del mundo. El daño a la institucionalidad que representa la corrupción llevó a que la VIII Cumbre de las Americas de 2018 adoptara, dos años después del escándalo de Odebrecht, el “Compromiso de Lima sobre Gobernabilidad Democrática frente a la Corrupción”.
Desde entonces no ha emergido ningún resultado de ribetes continentales contra la corrupción. Sobre los 57 mandatos del Compromiso solo 15 estados reportaron en el 2019 sus avances a la OEA. Estos han sido calificados como “preliminares” mientras las necesidades de asistencia técnica para cumplir los mandatos fueron abrumadoras. La RD no ha hecho ningún reporte y el ultimo nuestro que registra la OEA fue el del 2014 sobre la VI Cumbre. Ese solo hecho sugiere que las autoridades no han estado interesadas en combatir la corrupción. Para remachar la negligencia, entre los implicados en el escándalo de Odebrecht nuestro país fue el único que no firmó un acuerdo con Brasil para beneficiarse de una investigación conjunta.
Esa dejadez gubernamental refleja el estado de cosas. En el ranking mundial de Transparencia Internacional para el 2019 nuestro país figura en el puesto 137 de 183 países, donde el más alto puesto significa mayor corrupción. La ciudadanía, representada por la clase media, sacudió su modorra en 2017-2018 con el vigoroso movimiento Marcha Verde, el cual reclamó una persecución seria contra Odebrecht y sus secuaces locales. Pero la encuesta Greenberg de marzo 2020 reportó que la corrupción hoy se percibe como el principal problema del país. Un informe internacional de la pasada semana sobre la capacidad de 15 países del continente para combatir la corrupción le otorga el puesto 13 a la RD como baldón de mayor negligencia.
Acabar con la impunidad en nuestro país requiere un hercúleo esfuerzo donde brille el coraje político y la firmeza de las autoridades. Como es muy amplio el elenco de intervenciones que implica la cruzada contra la corrupción, un nuevo gobierno deberá ser estratégico en la selección de las medidas a tomar. Frente a la magnitud del escándalo Odebrecht y la consecuente indignación registrada por la ciudadanía es lógico –y deseable—asumir que el principal esfuerzo debe centrarse en procurar justicia en ese caso. El fardo de una condena debe recaer no solo sobre a la empresa que produjo los sobornos sino también sobre los cómplices locales que saquearon el erario para provecho propio. La nación necesita experimentar una catarsis bravía de redención en este caso para empezar a salir del marasmo de la corruptela.
Apena admitir que nuestro aparato judicial no merece la confianza de la ciudadanía. Aun cuando el nuevo gobierno designe un Procurador General independiente, la desconfianza es tal que, dadas las implicaciones políticas, su actuación en un caso contra Odebrecht será inexorablemente cuestionada. De ahí que sea preferible encargarlo a una comisión de las Naciones Unidas (NU) como la que actuó contra la corrupción en Guatemala. (Esa comisión tuvo un cuerpo de 41 fiscales y durante sus doce años de trabajo “consiguió acusar a más de 1500 personas, logró procesar a más de 660 y, a julio de 2019, había conseguido 400 condenas”). Si sus investigaciones y persecución no encuentran acogida ante los tribunales locales bastara con que se hagan públicos para que la ciudadanía descalifique a los jueces venales y fortalezca su conciencia ciudadana y la moralidad pública. También sus resultados tendrían mayor credibilidad en tribunales extranjeros.
Esto último es conveniente para reclamar una indemnización en tribunales foráneos. Algunos alegan que ya a la empresa no se le pueden exigir indemnizaciones porque el Acuerdo Homologado y el Laudo Arbitral blindaron su responsabilidad penal. Pero al remitir el caso a la Sala Penal de la Suprema Corte contra cinco de los implicados en el esquema local de soborno, el Juez de Instrucción Ortega sentenció que la corrupción es un delito imprescriptible (aunque también debió declararla inamnistiable e inindultable). Esto significa que, fuera del caso de los sobornos, la empresa puede ser demandada por mala práctica, tanto en los presupuestos como en los sobrecostos de las 18 obras anteriores a Punta Catalina y esta última. Una auditoria forense pondría en evidencia la fraudulenta valoración de los trabajos y las obras (donde el fraude sobrepasaría los mil millones de dólares).
La opinión publica responsable está consciente de que las investigaciones llevadas a cabo hasta ahora por nuestra Procuraduría General acusan una grosera negligencia. No solo se ha tapado la corrupción al no investigarse a todos los funcionarios, congresistas y adláteres involucrados en los sobornos. También se ha ignorado olímpicamente la denuncia de soborno que hiciera un consorcio internacional de periodistas de investigación sobre el contrato de Odebrecht en el proyecto de Punta Catalina, pasando igualmente por alto los sobrecostos implícitos. Por eso la nueva investigación requerida –orquestada preferiblemente por las NU—debe perseguir el doble objetivo de lograr una más grande indemnización por parte de la empresa y, a la vez, destapar la olla de grillos de los cómplices políticos.
El caso de Odebrecht no puede quedarse en un bochornoso limbo nacional y continental. De permitirse tal situación la historia tendrá que consignarlo como un poema épico a su endemoniada hazana de corrupción y una magistral oda a la impunidad. El trabajo de la NU en Guatemala ha demostrado que la lucha contra la corrupción a través de los medios judiciales es posible, siempre que se logre una persecución seria. Si el nuevo gobierno del próximo agosto adopta una decisión de combatir con seriedad el flagelo debe acudir a las NU. Nuestra clase política debe absorber las consecuencias de una investigación seria sobre Odebrecht o la esperanza de redención en materia judicial quedara tronchada.
A nivel continental, de nada sirve que la VIII Cumbre de las Americas haya confiado en que los mecanismos de seguimiento de la implementación de la Convención de las NU contra la Corrupción y de la Convención Interamericana contra la Corrupción produzcan recomendaciones. Se requiere una actuación más enérgica de lo que es capaz de producir la somnolienta burocracia de la OEA. Los países del continente deberán emprender un proceso contra la empresa ante la Corte Criminal Internacional de las NU por violaciones bajo la Convención de las NU contra la Corrupción y la Convención de las NU contra el Crimen Organizado Transnacional.
Siendo el país mas negligente en la persecución judicial de Odebrecht, el nuevo gobierno de agosto debe inspirarse en la musa de la justicia y convertirse en el acusador principal ante esa Corte. (Existe el precedente del pedido de acción por parte del CELAC.) Eso ejercería una saludable influencia sobre la clase política local y continental, a la vez que reenciende la llama de la esperanza en los predios vilipendiados de los pobres del continente. Se impone una histórica condena que sirva de parteaguas para que las futuras generaciones puedan tener fe en que el bien puede triunfar sobre el mal.