Desde antes de la exclusión de la mayor parte de sus investigados el caso Odebrecht había perdido interés en la población. Fuera de los medios de masa y de los sujetos involucrados, a muy pocos hoy les provoca el desarrollo de los juicios. Se disipó aquel entusiasmo que una vez prendió en el país con la apertura de las diligencias judiciales. La opinión pública abandonó su confianza al notar tempranamente la selectiva manipulación del Ministerio Público, quien no encartó a los funcionarios que manejaron el grueso de préstamos, adendas, contratos o sobornos y descargó ociosamente a Punta Catalina sin una auditoria forense que soportara una decisión de esa talla.
Las fragilidades probatorias debilitaron así una acusación de pocos músculos. Y se ha evidenciado lo difícil de mantener su consistencia cuando los criterios invocados para excluir a algunos se usaron para acusar a otros. Es espinoso redimir la coherencia cuando se pretende segregar las responsabilidades en un caso complejo atado a un mismo patrón delictivo. Poco a poco se fue revelando la sospecha de la trama. Es decir, la determinación preconcebida del Ministerio Público de subvertir sus propias diligencias en un libreto de impunidad negociado políticamente y en el que el objetivo central ha sido no tocar al presidente ni a su cercana periferia.
Desde que leí la acusación advertí que el Ministerio Público basó las pruebas en demostrar el incremento patrimonial de los acusados sin establecer una relación causal, razonable ni necesariamente vinculante con los sobornos. El Procurador desechó así oportunidades inmejorables para probar esa correlación con interrogatorios en la fuente (Brasil). Se conformó con las delaciones obtenidas en otras jurisdicciones. Desaprovechó la cooperación judicial internacional, así como los instrumentos y la experticia de investigación provistos por las agencias de los Estados Unidos y Brasil según los tratados suscritos por el país en materia de corrupción. Increíble, pero el Ministerio Público no le sacó provecho ni siquiera al acuerdo de cooperación con el que descargó a Odebrecht. Es más, la sociedad no sabe cuáles fueron las facilidades prestadas por la constructora como parte de su obligación de cooperación ni el estatus de ese aclamado acuerdo.
Este caso tenía todo el viento a su favor y la oportunidad de instruir el expediente más completo que jamás se hubiera armado en la historia judicial dominicana. Pero, obvio, el objetivo era evitar una investigación robusta con pesquisas de rigor que pudiera alcanzar a todos los investigados y aún a más. El Procurador pudo haber designado un cuerpo de alta calificación forense para que actuara con autonomía. No lo hizo porque no quería ni nunca fue su intención. El plan era hacer una investigación mínima o estándar con la ayuda rutinaria, pobre y deficiente de su equipo con base en documentos instruidos fundamentalmente en el extranjero, cuidando que los arreglos de inmunidad no salieran a flote o que su despacho no perdiera el control político del caso.
Siempre hemos sostenido que el caso Odebrecht es tripartito: sobornos, sobrevaluación y financiamiento electoral. Para el Ministerio Público Odebrecht es solo sobornos, cuando esta práctica era un simple medio para lograr un resultado delictivo mayor: la adjudicación viciada de obras y la sobrevaluación de sus costes. Todavía es el momento en que el país no se sabe qué suerte correrán las investigaciones sobre el núcleo duro del caso. Ni siquiera el estado de las presuntas auditorías a ser realizadas por la Cámara de Cuentas sobre las sobrevaluaciones de las obras.
El renovado ánimo que se mueve hoy en el Palacio nace de la convicción de que Odebrecht ya se cuadró: que no hay piezas sueltas o fuerzas fuera de control. El relajado rostro del presidente tiene que ver con esa descarga. Volvimos a ver a un presidente sonriente, aliviado y desafiante. Y, obvio, dispuesto a considerar la reelección nuevamente, opción que mantenía arrimada por el susto de tres años de sobresaltos e incertidumbres. Ahora Ramón Peralta, el hombre fuerte que se mantuvo esquivo y solapado, vuelve al vedetismo de otrora persuadido de que se han disipado por fin los nubarrones. Solo faltan dos candados para cerrar: nombrar a los jueces faltantes de la Suprema Corte y el encendido de Punta Catalina. La idea es poner a un juez presidente políticamente potable, sacar la disidencia o la independencia del tribunal (y ya vimos un luminoso atisbo con el enlodamiento de la magistrada Miriam Germán). Lo demás lo pondrá o quitará el tiempo según las conveniencias y las distracciones electorales. Todo ha salido mejor de lo planeado, gracias, además, a la desidia de una sociedad frívola que convierte en trending topics una barata riña en una boda cara. Parece que nos merecemos lo que hemos consentido, me muerdo los labios, aunque se me vaya el Licey al Medio a la cabeza.