Un amigo ya entrado en años, de cuya palabra no tengo razones para dudar, me informa que “se enganchó” a la policía en 1962 y que su sueldo como raso era de 80 pesos, los cuales le alcanzaban para comer, andar limpio y muchas cosas más.  Y aunque dudara del dato, sí conozco que el salario mínimo vigente ese año para cualquier trabajador público o privado era de 60 pesos mensuales. Si eso era lo mínimo, y conociendo que Trujillo no comía cuentos con sus guardias y  policías, no es de extrañar que por ese tiempo estos recibieran mejor remuneración que otros trabajadores.

Según el índice de precios, un peso de 1962 sería, en términos de poder adquisitivo, unos 266 pesos de hoy. Por tanto, si fuera la intención de la sociedad que el policía ganara lo mismo que en dicho año tendría que pagarle alrededor de 21,300 pesos ahora. Pero ningún país debería sentirse contento de que sus miembros ganen igual ahora que medio siglo atrás. Posterior a esa fecha, según el Banco Central, el ingreso nacional per cápita aumentó en un 295% y el PIB por trabajador ocupado (la productividad) se incrementó en un 166%.

Si fuera intención del país que el sueldo medio del policía se hubiera ajustado acorde a la evolución del ingreso per cápita, entonces habría que hablar de 80 mil pesos de hoy. Ahora bien, si admitimos que eso no es lo más justo, puesto que aquel sueldo debía cubrir un “cápita” más numeroso debido a que la mujer no trabajaba y tenía muchos hijos, un criterio más razonable es que los sueldos aumentaran acorde a la productividad media del trabajo, y eso nos llevaría a un salario actual de RD$56,600 mensuales.

Claro está, tampoco es de ley que todos los sueldos se ajusten igual por la productividad media, debido a que esta es un promedio, y ya sabemos que en todas las sociedades la función policial es de las que menos tecnología absorbe, debido a que se hace igual en todos los tiempos. Sin embargo, como hay determinados trabajos que la sociedad necesita siempre porque suplen una necesidad fundamental, los países han encontrado formas de nivelar un poco esos diferenciales de productividad por medio de los impuestos, que permiten transferir ingresos de unos sectores a otros que no pueden desaparecer. Por eso, en un país desarrollado, aunque un policía haga lo mismo que hacían sus ancestros un siglo atrás, gana igual que un trabajador de un sector moderno. Por una simple razón de justicia social, los demás sectores tienen que pagar los costos de mantener funcionando bien a la policía.

Cualquiera de los tres números que hemos calculado, sea que se mantenga el mismo salario real que estaba vigente hace medio siglo (21,300 pesos), o que se ajuste por la productividad media (56,600) o por el ingreso per cápita (80,000), parece un valor inalcanzable. Parecerían números de locos, comparados con los sueldos de hoy.

Si le preguntaran a la autoridad fiscal qué habría que hacer para pagar esos sueldos respondería que si uno se está volviendo loco, porque el presupuesto fiscal no soporta eso, que dispararía el gasto público a un nivel que evaporaría el equilibrio macroeconómico y pondría en riesgo la estabilidad. Otro diría que sí se puede, siempre que venga acompañado de un fuerte incremento de la carga fiscal. Y si ahora le preguntan al ciudadano que paga impuestos respondería también que estamos locos, puesto que ya este pueblo no soporta más impuestos.

Y un economista entendería que ambos tienen razón y por tanto, el policía tiene que conformarse con lo que la sociedad le puede dar. Entonces, si admitimos que la sociedad dominicana actual no está en condiciones de aportar más para su seguridad, ¿por qué nuestros abuelos sí podían? ¿A dónde diablos fue a parar todo el progreso que sobrevino después?

Mucha gente dirá que el problema no es ese, que sí podría hacerse un esfuerzo para pagar un mejor servicio de policía, pero pagarle más impuestos al gobierno no es razonable por falta de confianza en su buen uso, porque hay mucha corrupción e ineficiencias. ¿Y entonces? ¿Lo dejamos todo como está?

Le decimos al policía que eso es lo que hay, que se las arregle como pueda porque eso es lo que la sociedad le tiene y vemos con indiferencia cómo se agrava el caos en el tránsito, la delincuencia, el crimen y el desorden generalizado. Y entendemos que este Estado que tenemos ya es un caso perdido y, por tanto, se lo dejamos a otros y a mí no me importa. Me recuerda el cuento de un avión que se abalanzaba al precipicio, y ante el grito y la desesperación de todo el mundo ven un señor que permanecía impasible, en primera clase, y cuando le preguntan si no está asustado responde: a mí no me importa, porque este avión no es mío.