El periodismo nacional atraviesa por un momento histórico de espinosa inflexión. Los medios, salvo breves excepciones, han pecado de excesos en la práctica de la libertad de expresión. La boca desenfrenada de algunas de sus estrellas alimenta la dictadura de la audiencia y los bajos instintos, con el manto tácito de algunos de sus propietarios que apuestan a la hipérbole dañina en nombre del poderoso caballero: don dinero.

¿La prensa del país, tanto la oficial como la “privada”, han perdido el norte? ¿Hacia dónde llevará esta orgía de exaltación de la cloaca verbal en nombre de un derecho mal empleado? ¿De los galimatías insensatos, de los inuendos, groserías, bajezas y depredaciones contra el buen gusto, la ética, el respeto al bien público y al sentido común que la expresión nos depara?

El desenfreno en todos los sentidos acarrea consecuencias previsibles. Y más aún si se trata de quienes cargan sobre sus hombros la misión de llevar el peso de los hechos para el bien común de la sociedad a la que se sirve. Pero someterse a los designios del dinero, de la ideología y del espectáculo, cabalgando sobre la inmundicia del lenguaje, habla muy mal del entorno. No hay duda alguna de que hay quienes juegan a ello a sabiendas de lo que hacen.

Una antigua frase lapidaria y escatológica asegura que cuando los pueblos están maduros para su perdición, primero se les pudre la lengua. Después, otras partes nobles Y si ciertos medios informáticos continúan prestándose a ese juego sucio, no hay que ser un premio Nobel para conocer de antemano el resultado lógico de lo que estos vientos y lodos traerán y se llevarán dentro del poco tejido sano que queda de la sociedad dominicana.

Hoy, en nombre de una libertad que raya en el libertinaje, se ofende –no se cuestiona en justa lid– la honra, vida y obra del padre de la Patria. Si el sistema de inconsecuencias continúa, mañana no habrá razones para protestar sino para lamentar como Jeremías lo que no se defendió como virtud de la democracia en la salud interna de la nación. Y es que el cáncer de la vulgaridad, enemigo declarado de la humanidad, amenaza con dañarlo casi todo por falta de un freno razonable y sin desmedro a la libertad individual.

Los comunicadores en general cargan sobre si la responsabilidad de alimentar y reforzar el tejido social, la honra y el buen nombre. La vía efectiva es y ha sido la única que ha dado buenos resultados en el pasado, en tiempo y espacio. El apego a los principios básicos del periodismo sano: la ética individual y empresarial, y el respeto a sus postulados fundamentales, si se ha de garantizar un ambiente propicio para las futuras generaciones. Las leyes por si solas nada resuelven. Es necesario quien las haga cumplir.

Hoy, hace falta un nuevo periodismo. En particular, el de opinión. Necesita salir del lodo de su inmundicia. Retornar a lo esencial: respeto a la pluralidad de las ideas, debate de altura, la cultura del diálogo creativo, balance informativo, credibilidad, veracidad de las fuentes, y el fomento de las buenas costumbres. De continuar el desenfreno verbal huracanado que azota, el país podría desaparecer como Sodoma y Gomorra: devorado por el fuego de su propia lengua. Y en ello, el riesgo de que perezcan también todas sus libertades democráticas.