Cada francés tiene un vínculo y una percepción diferente sobre la catedral de París. Para una gran mayoría, representa además de un emblema de fe y de belleza, un símbolo de solidez y de anclaje profundo en la tierra de Francia, en el catolicismo y en la historia.
Un parisino, cual que sea su credo, desarrolla con facilidad una relación personal con este patrimonio de la humanidad, con el cual tiene la oportunidad de entrar en contacto cuando cruza el corazón de la capital, de este a oeste o de norte a sur. La solidaridad generalizada que ha desencadenado el incendio de Notre Dame en todo el planeta revela la fuerza de su simbología.
La catedral sublime, erguida, perenne, inmutable tal un guardián de la ciudad, ha sido herida en este mes de abril. Resistió a los pillajes de la Revolución Francesa, a los embates de la descristianización, al desinterés, a guerras y bombardeos, y ahora sobrevivirá al devastador incendio. La emblemática catedral seguirá en pie, a pesar de los daños sufridos.
La catedral será reconstruida, de eso no cabe duda. No solamente por la determinación que ha mostrado el presidente de la República francés, sino por el extenso respaldo que ha tenido la iniciativa. La velocidad de la respuesta y el amplio monto de la recaudación fueron tal que han generado una polémica.
Algunos han puesto en evidencia el hecho de que se apoya la restauración de Notre Dame y se olvidan muchos monumentos valiosos que han sido destruidos, no por un hecho fortuito sino por la acción y la ambición humanas.
Otros han destacado que es injusto recaudar sumas impresionantes para la reconstrucción y olvidar tantos millones de seres humanos que sufren como resultado del hambre y de guerras injustas.
Más allá de este debate, es incontestable que la catedral parisina encierra entre sus muros 850 años de historia y de arte. Fue, en su tiempo, el punto de partida de la gran aventura del arte gótico que reemplazó el masivo y austero arte romano: un impulso hacia el cielo, la invención de un arte flamboyant, la creación una ciencia precisa de la construcción, la vitrina de un nuevo auge de la fe cristiana.
Ver caer su flecha me recordó la caída de las torres gemelas, mientras desde mi celular -en el medio de los tapones- veía atónita e impotente las llamas teñir de rojo el cielo parisino. No puedo evitar pensar que ambos eventos nos recuerdan la fragilidad del hombre y sus obras.
Sentí en mí, al lado de mis propios recuerdos, el significado de Notre Dame que encierro, yo, hija de inmigrantes y no católica.
Su silueta, para quienes toman las vías de la orilla sur del Sena, parece un barco anclado en el corazón de la ciudad.
Es una visión particular de la belleza indecible de este edificio, construido en una isla en medio de rio Sena, que cambia de colores según las temporadas y las horas, con las inolvidables puestas de sol que reflejan sus contornos en el rio, la que prefiero.
Definitivamente, es su parte posterior la que más me gusta. Es el baile de los “bateaux mouches”, que dan la vuelta alrededor de la isla de la Cité en la última etapa apoteósica de sus recorridos turísticos.
Bajo su manto han pasado muchos enamorados tomados de la mano, se han sentado sobre los bancos del Sena, le han dado la vuelta a la isla o han entrado en el remanso de paz que es el parquecito Juan XXIII.
No puedo separar mis recuerdos de la catedral de la obra de Víctor Hugo, Notre-Dame de Paris, clásico del romanticismo francés, inmortalizada por la película del mismo nombre con la actuación de Anthony Quinn como Quasimodo y de Gina Lolobrigida como Esmeralda, que me sacaron todas las lágrimas del cuerpo. Ellos me introdujeron a la existencia de la Corte de los Milagros y su miseria y el filme marcó profundamente mi niñez.
Surgen en mis pensamientos el enredo de callecitas que desembocan sobre su flanco norte, donde mi hijo estudió un año en el instituto IPESUP, en la rue du Cloître Notre Dame, y una cena en un restaurante donde los turistas o conocedores del lugar reservan un año antes para tener el privilegio de comer frente al monumento.
Aquí también, la catedral de Paris tiene muchos amantes. Hace pocas semanas mis vecinos -de regreso de un viaje a Francia- me contaban acerca de la magnificencia y la pompa de la misa dominical en la catedral, donde tratan de ir cada vez que visitan París y doña Elvia, mi suegra, con sus 95 años, comentó en el chat familiar: “No pensaba que Notre Dame me iba a hacer llorar tanto”.
Profano o sagrado, este el monumento tiene un significado particular para cada uno de sus admiradores, creyentes o no creyentes. No es casual que sea frente a este edificio que se sitúe el punto cero de todas las rutas de Francia.
Para mí, es un símbolo de la “Francia eterna” que, como decía el General de Gaulle, es la que combate y nunca apagará la llama de la Resistencia, una Francia solidaria que procura siempre la defensa de los derechos humanos.