Según afirmara hace poco el papa Francisco, “en el mundo hay muchas guerras que apagar.” Y si a verlo vamos, los periódicos ofrecen cada día episodios de conflictos llenos de dramas humanos que conmueven al más indiferente, más aún con la multiplicidad de medios audiovisuales que permiten al espectador ser testigo de primera fila del dolor mundial y de la crisis existencial vigente.

El grado de saturación mediática es tal cuando de violencia se trata, que a veces resulta un poco más saludable evadirse de tantas imágenes repugnantes y olvidarse de los degollamientos que perpetran los carniceros islámicos yihadistas del Estado Islámico en Irak contra niños, mujeres y hombres cristianos en Mosul, en una especie de recapitulación de las Cruzadas precristianas.

O quizás voltear la página ante las atrocidades barbáricas cometidas por la secta de Boko Haram en Nigeria, por los rebeldes pro Rusia en el noreste de Ucrania, los efectos devastadores de la guerra de Israel contra los fanáticos palestinos en Gaza, las migraciones masivas ilegales de norafricanos en Melilla o el flujo constante de emigrantes por Nogales.

…al mirar semejante espectáculo de barbarie inhumana en la segunda mitad del siglo XXI, paralelo a la impotencia de las potencias protagonistas llamadas a imponer el orden donde los barones de la oscuridad imponen el caos, nos asalta la duda..

Tan complicadas están ciertas latitudes del planeta en la actualidad que da la sensación de que se agotaron las soluciones a los desafíos más intensos de los tiempos modernos, alimentados por milenarias rencillas individuales, familiares, de tribus, barriales, ciudades, nacionales y estatales que oscilan entre el odio, la venganza y el fanatismo político y religioso de un ente llamado humano.

Frente a este panorama ominoso en escala planetaria, me remito a preguntas puntuales: ¿la declaración universal de los derechos del hombre? ¿el respeto a la integridad y la dignidad del ser humano? ¿el debido proceso de ley? ¿la Declaración de Chapultepec? ¿La Carta de la ONU? ¿Para qué tanto espíritu de la letra que no se aplica para honra de la justicia y el bienestar colectivo, si al final el recurso de la violencia y los malhechores se imponen de manera impune por encima de todo orden ético y moral?

La Primera y la Segunda guerras mundiales, ambas ocurridas en el siglo pasado tanto en el este como en el oeste del planeta, dejaron una estela de terror y un sabor amargo de lecciones aprendidas, así como la determinación de que nunca jamás se repitieran semejantes barbaries y decadencia del ser humano, al dejar establecido un orden mundial de garantías fundamentales.

Pero al mirar semejante espectáculo de barbarie inhumana en la segunda mitad del siglo XXI, paralelo a la impotencia de las potencias protagonistas llamadas a imponer el orden donde los barones de la oscuridad imponen el caos, nos asalta la duda sobre qué clase de mundo dejaremos a nuestros hijos y nietos, frente a aquellos que amenazan con bañar en sangre a todo el que no comulgue sus ideas religiosas o políticas, o en el nombre de Dios pretendan excomulgar a toda la humanidad.

Occidente necesita crear un frente común ante la barbarie, cuando aún queda tiempo. Dejarlo para después, con la peregrina idea de que los bárbaros y fanáticos no llegarán hasta aquí porque somos neutrales o estamos felices entre merengue, bachata y ron, sería una actitud absurda y cobarde. Pongamos las barbas en remojo, para que después no preguntemos ¿por quién doblan las campanas?