Nací de la mano de John Lenon, Martin Luther King, Jr., Caamaño y Neruda. Soy sobreviviente de la generación del poliéster, los tacones y Barry White. Todavía la “fiebre del sábado por la noche” (Saturday night fever) desarraiga de mi espíritu viejas fantasías de neón. He surfeado sobre las olas más trepidantes del tiempo: la Era de Acuario, el romanticismo revolucionario, la rebeldía hippie, la marihuana alucinante, la mitificación de la montaña, las tiranías militares, la guerra fría y la Perestroika. Vi nacer el soul, el pop, el heavy metal, la electronic music, el hip hop, la salsa de la Fania, el reguetón, el dembow y los años dorados del merengue.

Crecí con el afro, las camisas estampadas, los pantalones campanas, las corbatas “babero”, el pecho al viento, las patillas, el cigarrillo Montecarlo, los tocadiscos, las caseteras, los teléfonos de discado, las máquinas mecanográficas, las cadenas y dientes de oro, los repelentes humeantes de mosquitos, el jabón de bola, la emulsión Forty Malt, las tortas “toto de monja”, los calendarios de la Virgen de la Altagracia, el Almanaque Bristol, la Enciclopedia Quillet, el Álgebra de Baldor, el vermouth Cinzano, la venta al detalle de la mantequilla, el salami, el arroz, el azúcar y hasta el ron.

Todavía escurren por las grietas rancias de mis recuerdos las imágenes en blanco y negro de las series “Perdidos en el Espacio”, “El Gran Chaparral”, “Mi bella Genio”, “El Planeta de los Simios”, “Los Tres Chiflados”, “Los Intocables”, y, ya a color, “El Hombre Nuclear”. Fui fans furibundo de Jack Veneno y su épica pretensión de ser el campeón cósmico (de la “bolita del mundo”), de la “nueva” trova cubana, de Ray Charles y de Serrat.

No sé si sigue el mismo rumbo, pero el mundo es otro: contingente, relativo, banal y neurótico. Somos esclavos digitales de la civilización tecnócrata a la que le debemos la obediencia del consumismo compulsivo. En este nuevo “orden” todo es maleable, perecedero, desechable y reciclable; no hay valor, verdad ni principio absoluto o permanente, solo la libertad individual como dogma de un sistema armado por los intereses del mercado y el imperio de las marcas. En su lógica inversa no hay nada bueno ni malo; vale si es útil o conveniente, criterios que la economía determina a su soberana manera. El individuo cree decidir “libremente”, ignorando que está en la prisión que el propio sistema ha fortificado según el diseño de los grandes capitales.

Las transiciones de ese mundo son tan rápidas como inadvertidas. A la gente se le olvidó conversar, escuchar, confiar, esperar, honrar los pactos, empuñar el bolígrafo, escribir un desahogo, enviar flores, dar serenatas, besar sin sexo, cerrar los ojos para abrir los del alma, cantar en el baño, dejar las puertas abiertas, caminar sin rumbo, aspirar profundo, citarse en el parque, leer poemas, silbar en el silencio, besar una rosa, acariciar el pelo, contar mariposas, volar cometas; al mundo se le está olvidando vivir…

He rodado como canica por suelos pedregosos dando tumbos detrás de un mundo ideal. No lo encontré ni creo que lo halle porque ese universo es apenas un horizonte flotante que se aleja de nuestra mira mientras más lo deseamos, para que lo construyamos en el propio caminar. Eso somos: camino. Nuestra historia es apenas un relato de pisadas. En sus surcos se cuentan las huellas hondas, las presurosas y las diluidas, porque, a la postre, solo vale la senda trillada. En ese destino mi camino es apenas una vereda insinuada… pero sin huellas prestadas.