La pregunta nos obliga a volver la mirada hacia el gobierno, los partidos políticos y  los políticos. Refiriéndose a todos, muchos electores dicen: “Creen que somos idiotas”. La inferencia no es gratuita. Es producto de las tantas burlas, promesas incumplidas, privilegios insuflados, falta de sensibilidad social, desvergüenzas y silencios cómplices de unos y de otros.

También nos obliga a referirnos a los discursos y propuestas de los precandidatos y candidatos a la presidencia y a otros cargos que se disputarán en las elecciones del 2020. Sus mensajes poco tienen de innovadores, de responsables, de sinceros y, mucho menos, de éticamente creíbles.

Los que sí parecen estar convencidos de que para ganar unas elecciones no se necesitan ciudadanos, sino idiotas, son los que se valen de consultores electorales o “creadores de imagen” para vender candidaturas moralmente devaluadas y de “baja calidad”, sin detenerse a pensar en los daños colaterales para la democracia dominicana.

Hay evidencias de que unos y otros prefieren una democracia sin ciudadanos.   De que tienen “problemas con los ciudadanos”. De ahí que los consideren tarados, olvidadizos e incompetentes y por eso  lo mejor es limitar su voz en las decisiones que los afectan. Según ellos las instituciones “democráticas” no están pensadas para contar con los ciudadanos, basta con los que mandan y gobiernan y con los políticos. ¡Nada menos cierto e insultante!

No les conviene tratar a los votantes como ciudadanos. Resulta más “rentable” considerarlos y tratarlos como ignorantes, insensatos, trastornados e incoherentes. Si así fueran, resultarían más manipulables y menos cuestionadores de lo que deben hacer, y no hacen, los gobernantes y los políticos.

Estorban si fueran ciudadanos. Por eso hay que impedir que actúen como tales. Hay que atomizarlos para evitar que formen una comunidad que juzga, reclama, exige, dice, protesta y pide cuentas. Es mejor que no piensen, es mejor que no hablen. Es mejor que otros lo hagan por ellos.

Sin embargo, tratar al votante como ciudadano no es una concesión. Es un derecho innegociable reconocido por la “democracia” que nos considera a todos como iguales y como sujetos activos que “participan” en la defensa del bien común siendo responsables en derechos y deberes para con la comunidad en que vivimos. 

Sentirse ciudadano implica conocer y practicar los valores cívicos que contribuyen a establecer un interés común más allá de los intereses particulares. La ciudadanía por la que vale la pena luchar es aquella según la cual el individuo obtiene derecho a la participación política, la protección social y los servicios básicos como cualquiera y como todos. Es más que pagar impuestos y votar cada cuatro años.

La incentivación hacia la participación ciudadana, asumida como “tomar parte”, como “compartir” no viene motivada por la necesidad de cooperar con la clase política, sino todo lo contrario, como alternativa a una manera de hacer política que no da la talla,  es deficiente y desalentadora.

En este “desoír” e “ignorar” al ciudadano, que no nos pidan conformarnos con la falsa representación de  una débil democracia representativa en la cual no se escucha ni se representa  a nadie, sino que termina siendo una democracia “delegativa” o elitista, en la que el ciudadano es considerado un “súbdito” de sus representantes, sin que pueda realizar el debido control de los órganos que ostentan el poder.

El rechazo al agravio de ser considerados como idiotas debe ir acompañado de la exigencia urgente y categórica de un cambio en la percepción, la relación y la comunicación de parte de gobernantes, partidos políticos y políticos. No se trata solamente de tener voto en la arena pública, sino también de tener voz y participación, siempre. Hay que convertir esta exigencia en opinión pública y en alarma para negar el voto a quienes lo cometen.

Es posible que unos y otros consideren que no  hay necesidad de cambiar esta penosa y denigrante forma de practicar la democracia. Unos, porque prefieren sustituirla por reelecciones logradas con  favores y acciones populistas que no pasan de ser obras de caridad caricaturizada.

Otros, porque están cansados y amedrentados, libran una cruenta batalla entre su pasado y su futuro político que reduce su visión, su responsabilidad y su valentía.

Que nos traten como ciudadanos y no como idiotas es cuestión de decoro. ¡Digamos qué preferimos sin abandonismo resignado!