La vida dominicana es un tejido de vivencias bordado con los retazos de la cotidianidad. Nuestra rutina se nutre de las contingencias del tiempo. Rodamos sobre el presente sin un mapa de ruta que nos permita saber hacia dónde nos dirigimos. Planificar el futuro es una pérdida de tiempo cuando apenas podemos lidiar con la subsistencia de cada día. Bajo ese pretexto en mano legitimamos nuestras imprevisiones, improvisaciones y mediocridades. Solo aceptamos como real la dimensión presente del tiempo para consumir en sus horas la meta de toda una vida.  Elevar la perspectiva más allá de ese techo sigue siendo un desafío escasamente provocador.

La sociedad es una muestra a gran escala de los comportamientos y las visiones de sus componentes.  He observado, con sentida pena, cómo la rutina dominicana se evapora en un hervido de tantas intrascendencias.  Una línea repetida de eventos absorbe la ocupación colectiva dejando sin atención prioridades que nos roban futuro. El entretenimiento político, como producto estructurado industrialmente, se ha convertido en un sedante social adictivo.

Un país con problemas orgánicos de educación, energía, salud, seguridad, producción y alimentación, vive aclamando, desde el alba al ocaso, las intrigas políticas más pueriles para darle guión a un patético drama de inutilidad existencial. Disfrutar el morbo de una reelección prohibida, a dos años de unos comicios, es sencillamente esquizofrénico. Mover las fichas del tablero político todos los días para crear jugadas fantasiosas, es enfermizo. La política barata, farandulera y cabaretera trivializa los debates nacionales. La sociedad dominicana no puede construir creativamente su futuro cuando sus visiones se escalonan en cada elección. La agenda se arma electoralmente, las políticas públicas se programan con base en las elecciones y los planes de gobierno se condicionan, adelantan o retrasan de acuerdo a las tendencias del calendario electoral ¡Eso es primitivo!

¿Será posible que sigamos validando la práctica de modificar la Constitución cada vez que la Gallup le diga a un gobernante que tiene popularidad? ¿Cuáles beneficios han reportado las encuestas sobre preferencia electoral a tres o dos años de unas elecciones presidenciales?

Toda colectividad empieza a organizarse a partir de un diseño básico de lo que aspira ser. Su desarrollo se perfila conforme a ese modelo. Esa es la premisa de todo emprendimiento racional ¿Alguna vez nos hemos preguntado qué país queremos ser? Es lo mínimo que podemos y creo que ni eso. Hay intereses que promueven distracciones alucinantes para evitar ejercicios pensantes o incubaciones fértiles de conciencia crítica. Fabrican tramas y crisis artificiosas para serenar el ocio con el espectáculo político.  El repertorio es infinito. Un evento tumba al otro en caída de dominó. Los escándalos de hoy se levantan como densa columna de humo para envolver a los de ayer. Mientras el ruido del festín distrae los sentidos, en los aposentos se negocia el futuro entre los verdaderos dueños del país.

Nos han acostumbrado a contentarnos con las migajas y a negociar por el precio más vil. Esa inconciencia manipulada desde núcleos de poder ha debilitado la voluntad colectiva para autoestimarse y exigir verdaderos cambios que afecten su destino como nación ¿Cómo es posible, por ejemplo, que nos transemos por un cambio de “estilo” de gobierno? ¿Acaso estamos tan tarados para no reconocer que nuestra realidad sigue varada en el atraso estructural sin planes de Estado? ¿Será posible que sigamos validando la práctica de modificar la Constitución cada vez que la Gallup le diga a un gobernante que tiene popularidad? ¿Cuáles beneficios han reportado las encuestas sobre preferencia electoral a tres o dos años de unas elecciones presidenciales? Ninguno. Todo lo contrario: desvía la atención, desconcentra al gobernante y crispa ociosamente el ambiente político. Siempre se ha dicho que los primeros dos años de gobierno son los mejores y que el deterioro empieza cuando se toman decisiones políticas basadas en expectativas electorales. La política es droga alucinante que nos inyectan en la masa cefálica.

Las demandas sociales deben rebasar el abucheo, los insultos, las descargas emotivas y las increpaciones al sistema. Nos han adormecido con la “libertad al coño” y nada más; lo peor, eso no inmuta. Si los partidos políticos que eran por definición y misión catalizadores de los cambios se han autonegado formando parte visceral del problema, le corresponde a la sociedad defenderse de “sus representantes”, organizar sus fuerzas y proponer sus agendas sin esperar epifanías mesiánicas. El sistema, aunque infuncional, tiene sus contrapesos y mecanismos para encausar acciones colectivas o consultivas vinculantes. Démosles uso. Debemos trascender la queja al viento y pasar al trabajo a través de la educación ciudadana. La fuerza bruta de los enconos solo sirve para desatar nudos emocionales y nada más; lo que sí tiene sentido de permanencia, vocación de trascendencia y capacidad de cambios es la conciencia serena dirigida por mentes claras hacia objetivos específicos. En los últimos diez años se han realizado 36, 456 protestas populares: ¿dónde están los resultados? Sin embargo, cuando las jornadas ciudadanas se enfocan de manera inteligente, metódica y puntual se logran los efectos.

Es cierto que a veces nos asaltan las ganas de que esta mierda se vaya al carajo, que un tsunami ahogue al Congreso y que los famosos vientos no solo se lleven al león o a la perra de Mamá Belica sino a la fauna política completa, pero cuando los resultados dependen del esfuerzo humano no se dan milagros tan misericordiosos.

¿Quién comienza a subvertir este sistema de desigualdades, desorden y privilegios? Yo; repito, yo. Mientras esperemos que otros hagan, estos harán lo mismo y nos consumiremos en un duelo de desgaste. Para hacer los cambios no precisamos tribunas, sueños presidenciales, militancia política, armas guerrilleras, cargos públicos ni medios de masa. El campo natural de lucha está ahí, en nuestro entorno más estrecho, escenario cercano de influencias directas. Suena idealista, quimérico y romántico, pero ¿podemos esperar que las cosas se hagan como queremos desde el cómodo cobijo de nuestras conformidades? La historia la hacen voluntades anónimas, los héroes se llevan la gloria.

Siempre he dicho en mis conferencias sobre liderazgo que el hombre tiene tres actitudes de vida frente al sistema: a) se acomoda; b) se rebela de forma pasiva o activa: en la primera, critica; en la segunda, acciona; y, c) escapa. He transitado el espectro completo de los colores de la vida; al final, mi conclusión más convincente es que nadie hará por mí lo que me toca hacer. Jamás escaparé, por eso ¡no quiero más droga!