Me llena de orgullo saber que aun existen jóvenes mujeres, dispuestas a plasmar una idea, aun ello represente en ocasiones, luchar contra una cultura misógina que las empuja al papel de esposa abnegada y que les niega, salvo raras excepciones, la oportunidad de desarrollar un potencial intelectual que muere muchas veces en una caricia materna. Patricia, se resiste a ese papel, y tiene razones y vocación suficientes para romper como otras, el estigma que les relega a la función de sexo débil.
Patricia Soto
El pensamiento humano, ese que ha ilustrado y liberado, es el mismo que ha oprimido y sojuzgado. La cuestión de ser mujer a lo largo de los periodos históricos de esclavitud, feudalismo, industrialización y capitalismo; ha sido tema liderado por hombres. Bajo ideas políticas, culturales y religiosas de pronunciado matiz patriarcal, se han trazado las directrices de existencia, destino y rol para quien ha nacido mujer.
Para Aristóteles, la naturaleza de las cosas respondía a un solo destino. La de ser mujer era estar sujeta al hombre; y esto fue y ha sido filosofía y ley en sociedades.
Las ideas mutan conforme la veleidad del tiempo. A pesar de las precariedades, la escasez de la primitividad valoraba el esfuerzo humano indistintamente de si se tratara de un primer o segundo sexo. La supervivencia no tenía prosélitos para la segregación. Tanto hombre como mujer desempañaban roles para la subsistencia sin menoscabo de quién o qué hiciera. El trabajo doméstico era contribución. Todo era necesario, pero las propias necesidades condujeron a un mayor esfuerzo de satisfacción.
El progresivo dominio del hombre sobre la tierra suscitó sentido de pertenencia y con ello la propiedad. El descubrimiento y la invención de instrumentos fue caldo de cultivo para el desarrollo, el mismo que sentó las bases de estructuras sociales complejas que condujeron a la división del trabajo y con ello la configuración de roles.
La pasividad de la labor doméstica de la mujer se convirtió en motivo de superioridad para el hombre y por tanto en preponderancia ante la mujer. Era un atropello no nacer hombre, era imperfección ser mujer. Santo Tomás, el doctor de la Iglesia Católica, hizo uso de su intelecto para darle atribución a la mujer. En tres palabras se consoló: ‘‘un hombre fallido’’. Esa era su concepción de mujer y esa ha sido por largo tiempo la de sus correligionarios.
Un contexto sociopolítico y económico es generador de ideas; el peligro reside en lo susceptibles de estas a convertirse en ley, esa que por la que Montesquieu abogaba ‘‘debe ser como la muerte que no exceptúa a nadie’’. Pero, no todo lo que se hace ley es lo justo. A veces la moral normativiza las precipitaciones reflexivas de la ética.
Dios los hizo hombre y mujer, pero la ley del hombre a lo largo de la historia de la humanidad no había contemplado espacio más que para él y sus designios. En un acto de dominación con trasfondo de superioridad de un género que no podría conservarse sin la fecundación de un óvulo. Es cuestión de biología. Una sola célula no da vida.
La evolución está codificada en el ADN de las sociedades. Por rezagadas que estén, el cambio es una fuerza inevitable a lo que la naturaleza no ha podido resistirse. El siglo de las luces cumplió su cometido. Nuevos descubrimientos, invenciones, desarrollo tecnológico, surgimiento del Estado-nación, fueron el preludio de los grandes cambios que se concretarían. Fue la gran revolución del pensamiento humano, estaban ilustrados.
Las ideas políticas tuvieron giros hacia la libertad e igualdad del hombre. El capitalismo emergente del siglo XVII y XVIII desplaza el pensamiento de la época de esclavitud y feudalismo. El norte está en la libertad. La revolución francesa incidió en ideas liberales no solo para los hombres sino para las mujeres también. Olympe de Gouges lo supo interpretar bien en su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana: ‘‘La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos (…) ’’. Fue un mano a mano.