La violencia es un fenómeno con expansión exponencial en el mundo. No existe un lugar del planeta que no esté afectado por la violencia. Las manifestaciones de esta violencia son múltiples; se expresan de formas diversas, que van desde la represión verbal y psicológica, hasta la desaparición física del sujeto o del objeto sobre el cual se focaliza la violencia. En el mundo la violencia está convirtiéndose en una cultura; en un clima natural, con el cual parece que tendremos que convivir. Pero la convivencia con este fenómeno se vuelve cada vez más difícil por el impacto negativo que tiene en las personas y en las instituciones. Se crea una cultura marcada por la negación de los valores y de los aspectos que afirman la identidad de las personas, de las instituciones y de las colectividades. Nos encontramos con una violencia que no respeta lugar, ni sujetos, ni día, ni hora, ni género; y, mucho menos, edad. El círculo de la violencia genera, a su vez, la cultura del miedo y de la venganza.
En este contexto de violencia, las familias observan con pavor la transformación que experimentan su convivencia y sus relaciones; y, por ello, no es extraño constatar hechos y procesos violentos entre padres, madres e hijos; entre hermanos; entre las distintas generaciones de las familias. Este problema no es exclusivo de ningún lugar del mundo; se produce en los 192 países que constituyen el mapa mundial. Asimismo, los análisis de los factores estructurales, sociales y educativos que generan la violencia son incontables. Todos aportan ideas, estrategias, y políticas deseables para extirpar un mal que se agiganta y siembra desolación. Estamos llegando al límite del dolor y de la impotencia, sobre todo, cuando vemos los actos de terror del Ejército Islámico; el incremento del feminicidio y de la violencia de adultos contra los niños, adolescentes y jóvenes. Pero las personas, los grupos y los Estados violentos no surgen por generación espontánea. Son productos de estructuras que tienen como cimientos la desigualdad, la violación de los derechos humanos y la corrupción institucionalizada.
Para que el mundo no se deje sepultar por la violencia, del tipo que sea, ha de retomar con mayor seriedad la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esta Declaración ha de ser respetada y tenida en cuenta por los Gobiernos, por los Legisladores y por todos los ciudadanos. Junto a este Documento Magno, se ha de trabajar para que los Estados no acumulen riquezas, sino que las distribuyan con equidad. De igual modo, han de velar, sin distracción, para que los Sistemas Educativos de los diferentes países asuman, con urgencia y sistematicidad, la dimensión de género. Han de abocarse a formar para una nueva masculinidad; para una relación hombre-mujer signada por la libertad y la construcción conjunta. En esta misma dirección, se debe prestar atención a la vulnerabilidad de millones de niños, de adolescentes y de jóvenes en el mundo.
En República Dominicana, cualquier esfuerzo que se realice en estos ámbitos es más que pertinente. ¡No más violencia! es el grito del mundo. Este grito se siente con fuerza en nuestro país, por la violencia expresada en más de 170 mujeres asesinadas en este año, hasta la fecha; por los casos de abusos y violaciones de niños, de adolescentes y jóvenes. El grito se justifica más por la pobreza y la desigualdad que está en la base de la violencia que vulnera a la sociedad dominicana. ¡No más violencia! Nuestros esfuerzos y compromiso con la erradicación de la violencia han de fortalecerse y han de dar buenos frutos para el bien de nuestra sociedad y del mundo.