“El día o la noche en que pon fin lleguemos,

habrá sin duda que quemar las naves.

Así nadie tendrá riesgo ni tentación de volver”.

(Mario Benedetti).

“No llores sobre la leche derramada”, es un dicho popular de larga data y de comprensión rápida departe del colectivo rural, para hacernos entender que el lamento ya no sirve de nada cuando algo está consumado.

Tuve una prima llamada Felicita, adicta a los velorios, que lloraba en cada uno de ellos. Nunca supo de la existencia de las plañideras, lamentatrices y lloronas, aquellas mujeres que cobran por llorar los muertos que no son suyos. Se les paga para que lloren y construyan los ayes necesarios y los lamentos oportunos, se rasgan los vestidos, se revuelcan, deben excarvar donde más les parezca las virtudes, las más  inimaginables, que retraten la encomienda del momento, a petición de los contratistas.

Como si tuviéramos contratos también nosotros, diseminamos en toda nuestra geografía el oficio de llorones y plañideras, no en la misma proporción el oficio de los comprometidos con la suerte de nuestro entorno y de la comunidad donde vivimos, convivimos, sobrevivimos, luchamos con nuestros sueños y aspiramos. Es más cómodo sacar una silla y sentarnos en frente de nuestra casa, en la acera prestada del amigo o en la galería del vecino para rumiar como el ganado vacuno el pasado que comimos, ahora estremecidos por el lloriqueo. Sin embargo, las sociedades y las comunidades que son ejemplos de gallardía y desarrollo, no se quedaron con lo romántico y la carga de nostalgia del tiempo que se fue.

Con lamentos sobre la leche derramada  sobre el piso, no se echa palante un pueblo, una comunidad, un rincón geográfico, un país. Los japoneses, tras los bombazos recibidos, no se quedaron mirando los escombros del esplendor de Hiroshima y Nagasaki para llorar, ni sus ruinas fueron convertidas en templos para adorar el pasado como la mujer de Lot sobre Sodoma Gomorra o los hebreos del desierto que conspiraban contra Moisés recordando las hoyas de carnes servidas bajo la esclavitud egipcia, según la narrativa bíblica. Tampoco los gringos se estancaron en su depresión económica del 1929, ni Rusia con los millones de muertos que les dejó la 2da Guerra Mundial.

Llorar y lamentarse sirve para muchos como excusas para aquietar su conciencia y creer que están haciendo algo  esparciendo su pesimismo y no comprometer nada. Las redes están llenas de lamentos y lloriqueos de plañideras sin gestos de ofrendas, que no sobrepasan a las lágrimas virtuales y las apuestas del teléfono inteligente, o el tecleo en la laptop y la tablet. Dime lo que haces y te diré quién eres, dime lo que hablas y te diré quién no eres. Pues “el amor para que sea verdadero tiene que doler, lastimar” como decía Madre Teresa de Calcuta.

Las lamentaciones sirven de espacio de crecimiento de los falsos líderes y de velos de los mesías sin proyectos redentores, que aprovechan el desenfoque que producen las turbaciones al ver la leche derramada.

Mi poema inédito, me remite a lo callado y a lo antes dicho.

 

UNA REVELACION

Cada pueblo tiene un Apocalipsis y un mar

y un nexo de migrantes

por los cuales existe y se desvela

y un éxodo donde se recrea y nutre su memoria,

sus transmutaciones,

sus riesgos.

Cada pueblo tiene que cruzar un mar escondido

que no registra la geografía

y un Apocalipsis sin par ;

o seguir abrazados a sus grilletes,

viendo caer las migajas de las mesas opulentas

como un anatema.

O seguir tentando de lejos la alborada

con ojos arrebatados, presintiendo Epifanía ;

temiéndole al Rahab, Mnemosina  o Yemallá,

temiéndole a la boga ebria,

a remar, a nadar.

Cada pueblo tiene un Apocalipsis y un mar

que debe cruzar sin mirar atrás,

deshacerse de la ropa y los recuerdos preñados de rencores

de espantos,

seguir los caminos no andados,

y perderse en los vericuetos de lo nuevo

que seguir la senda que sabemos dónde llevan

ausente de futuro,

riesgos,

libertad,

asombros.