La ignorancia es fuente de desgracias para quienes la sufren y de regocijo para quienes la patrocinan. La ignorancia es la desgracia de las almas buenas y la fortuna de las perversas. Las últimas explotan la ignorancia de las primeras. Para ello cuentan con un arma muy eficaz:  hacer que quienes no saben, tengan la impresión de que saben. En consecuencia, el primer paso para deshacerse del yugo de la ignorancia, es reconocerla.

Desde la más temprana infancia, ser ignorante es fuente de vergüenza. Hay siempre en las clases alumnos inteligentes y alumnos “brutos”. Muchas veces, estos últimos son objeto de la burla del resto de la clase. Tal crueldad puede dejar secuelas para toda la vida: abandono de la escuela, falta de seguridad en sí mismo, fracaso, en suma. Ya desde la escuela se da una situación penosa: a los triunfadores no les basta su triunfo, necesitan el fracaso ajeno.

La ignorancia provoca burla también fuera de las aulas. Si los maridos engañados son el objeto de las risas ajenas, lo son por su ignorancia: muchos saben que sus mujeres los engañan, salvo ellos. Muchos de los que callan lo hacen por discreción o caridad. Otros, sin embargo, callan con un silencio burlón.

El que la ignorancia provoca las risas lo demuestran también los programas de “cámara oculta”. Los infelices que, sin saber que son filmados, son sometidos a las situaciones más absurdas, provocan las risas entusiastas de los espectadores. De igual manera, a diferencia de las películas de misterio, en las que los personajes saben cosas que el publico ignora, las comedias lo son precisamente porque el público sabe cosas que algunos de los personajes no saben.

Hay, por suerte, personas sensibles que se compadecen de los ignorantes. Recuerdo a un señor de mi barrio que no soportaba el que Santiago Nasar fuese el único en el pueblo que no sabía que los mellizos Vicario lo buscaban para matarlo. No podía entender como todo un pueblo fuera cómplice de tal silencio asesino. Algunas veces caminaba lentamente hasta su miserable biblioteca, tomaba el manoseado ejemplar de Crónica de una Muerte Anunciada para leerlo sentado en la mecedora de la galería. “Déjame leer esto para que me dé un chin de pique”, comentaba.

La ignorancia no solo provoca risas sino también desgracias.

De entre los ignorantes, los campeones son los que ignoran que ignoran. Es decir, los que, creyendo que saben algo, no saben nada. A los que se aprovechan de su ignorancia les conviene alentar en estos el sentimiento de esta falsa sabiduría. Es el caso de los gobiernos. Particularmente este. El énfasis que hace en la educación podría hacer pensar que está realmente interesado en un pueblo educado. No lo está.

Es importante la lucha contra el analfabetismo. Son importantes las matemáticas, la historia, el inglés. Pero estos son solo una ínfima parte de lo que debe saber una persona sabia. Los gobiernos se vanaglorian de ensenar a los ciudadanos todas estas materias. Solo “olvidan” una: la educación cívica. Nunca se enseñará a los que formaran parte de las futuras generaciones que exigir que los gobiernos utilicen los fondos públicos honestamente no es solo un derecho sino también un deber. Nunca aprenderán que los presidentes no son dioses ni que la generosidad con que reparan escuelas y compran pupitres y computadoras no es tal, ya que lo hacen con lo que queda del erario publico luego de la corrupción.

Los políticos tienen razón de sobra para burlarse de nuestra ignorancia. Nos engañan una, otra y otra vez, sin que aprendamos la lección. Solo cuando no ignoremos que somos ignorantes, comenzarán a cambiar las cosas.