La arritmia histórica que magistralmente categorizaba don Juan Bosch para ilustrar el atraso económico, social y político de la sociedad dominicana, hizo que el populismo no se expresara en la sociedad políticamente organizada. No pretendemos realizar una taxonomía del populismo, empero, justo es señalar que éste, sobre todo en América Latina, emergió a partir de los años 1930.
El populismo constituyó la emergencia de los sectores más excluidos, más marginados, más vulnerables (campesinos, clase obrera, pequeña burguesía) de la dinámica económica, política y social. Dicho de otra manera, en las relaciones de poder, ellas no estaban invitadas al baile. El control social, vía el poder de dominación, estaba conferido a las elites oligárquicas.
El populismo en muchos países (Brasil, Argentina, Perú, Ecuador, México, Chile, Guatemala, Bolivia) fue la respuesta política al cambio de la fisonomía económica; esto es, la gran transición que se bosquejaría de unas sociedades enteramente rurales hacia sociedades urbanas, merced a la eclosión de un proceso de industrialización. Se dio, por decirlo así, un proceso de acomodo y reacomodo entre la infraestructura y la superestructura, vale decir, entre lo económico y lo político-jurídico. Nuevas configuraciones se dibujaron como dinámica de los espacios de modernización que se fueron incubando y articulando en muchas de esas sociedades. La expresión de esos cambios y crecimiento de las economías fue la instauración de un estado nacional o de desarrollo nacional, que políticamente se anidaría en el populismo.
El populismo sería así, la comprensión y asimilación de que nuevos actores económicos y sociales venían reflotando al escenario y por tanto, había que situarlo en la estatura política, para no solo validarlo sino para evitar la complejidad de los conflictos sociales y al mismo tiempo, como apoyatura para los sectores que se erigían sobre él.
Sea cual fuere la construcción ideológica en que se cimentara el populismo (Derecha- Izquierda) constituyó el alcance emocional, racional y personalista de la irrupción de las masas a la sociedad moderna. El florecimiento de los sindicatos, los planes de seguridad social (pensiones, jubilaciones), las grandes movilizaciones en las calles, configuró un cuadro de nuevos actores estratégicos (poderes fácticos), que al decir de Michael Coppedge, “son aquellos que tienen suficiente poder para alterar el orden público, impulsar o detener el desarrollo económico o, en general, afectar la marcha de la sociedad, ya sea porque poseen determinados bienes de producción o nuevas organizaciones de masas o tienen influencia sobre la maquinaria administrativa del Estado, o manejan las armas o poseen la capacidad de diseminar con fuerzas ideas e informaciones sobre la sociedad”.
Para el interregno desde el 1930 hasta los años 80, en América Latina el populismo se fraguó como parte de la constelación de la dominación política, en una ambigüedad del espectro ideológico (derecha- izquierda) y de autoritarismo y liberalismo, al mismo tiempo. El populismo, en esencia, era la creación y recreación de la justicia social, en el plano político, de un mundo económico con nuevos mercados que requería ampliarse para su desarrollo.
La sociedad dominicana no vivió ese rumbo político. Para el 1930 aparecía en el escenario político, la tiranía más cruel y sanguinaria de todo el continente. Trujillo, podría decirse, fue el “ahistórico”; vino a realizar en el Siglo XX lo que el Capitalismo había realizado en los Siglos XVII, XVIII y XIX. Trujillo desarrollaría el capitalismo, pero el Estado y la economía, en gran medida, era él. Todos los trastornos de personalidad que encarnaba los llevó al Estado, aniquilando los procesos económicos sociales y el desarrollo de las fuerzas productivas. Las instituciones, como figura propia del capitalismo, estaban fuertemente limitadas. Al morir Trujillo, el 80% de la población era rural y el 90% de las empresas industriales eran de su propiedad. La dominación era cuasi enteramente coercitiva y la hegemonía totalmente instrumentalizada.
A la muerte del tirano, grandes olas de movilizaciones y de inestabilidades políticas se verificaron en nuestra formación social; viva dicotomía entre la “emergencia” de un nuevo orden social, con las fragilidades de las instituciones de la dictadura y el florecimiento de un nuevo proceso de redemocratización de las “instituciones” que habrían de “democratizar”. Esas grandes olas sociales encontrarían el dique de contención en el plano político del heredero del trujillato, Joaquín Balaguer y posteriormente, de la oligarquía, representada en el Triunvirato.
Las elecciones del 1962 constituirían, con respecto a los que tenían mayores posibilidades de llegar al poder, dos visiones diferentes, un mundo ideológico político diametralmente diferente. Bosch creía en la justicia social, entendía el papel de las masas en el Estado y los roles de cada sector en la vida de una sociedad, donde cada quien jugara su drama. La Constitución del 1963 significó en el plano político, la revolución pacífica de la irrupción del pueblo en el Estado. El profesor Juan Bosch sería en el Estado dominicano, el único político populista. Balaguer la única medida que se configuraría como populista, desde la sociología política, fue la Reforma Agraria del 1972.
A partir del 1978 con don Antonio Guzmán, se prefiguraba una nueva redemocratización que traería consigo, al mismo tiempo, nuevas recomposiciones de fuerza, que movieran el statu quo. Más allá del retorno de los exiliados políticos y la libertad de los presos políticos, conjuntamente con el aumento general de salarios, no fue mucho lo que el PRD hizo para desestructurar el andamiaje del Estado. De ahí el largo proceso de la transición, sin cambios estructurales en el tejido social. José Francisco Peña Gómez, el más grande líder de masas, se convertiría en el icono de la esperanza no redimida en el tiempo, de sus necesidades vitales a la luz del derecho.
A partir del 1996 llega al poder Leonel Fernández Reyna. Con él se instala el neopopulismo en la sociedad dominicana, sobre todo con la Ley de Capitalización, que era la respuesta en América Latina a las formulaciones del Consenso de Washington. No obstante, más que el neopopulismo, el proyecto PLD se ha caracterizado excesivamente por el neocorporativismo, donde determinados grupos hegemonizan el poder y el Estado para sus particularidades y especificidades. Coexisten, en una dicotomía sin par, el neopopulismo como salida instrumentalizada para satisfacer necesidades de los sectores más vulnerables desde una visión asistencial y no como derecho, de ahí el escarpelo. Los sectores marginados son “asumidos” como parte de una estrategia del mantenimiento del poder, no como protagonistas para democratizar más la democracia.
El neopopulismo, de derecha y sin ideología, se caracteriza por la desnudez del pragmatismo salvaje. Los que controlan el Estado no les interesa como objetivo fundamental la defensa del pueblo, sus intereses y su rol protagónico como dinámica de relación en las relaciones de poder. Ellos, en su concepción visceralmente verticalista, asumen la defensa en el discurso, en la retórica. De lo contrario, la corrupción no fuera tan gigantesca en la vida política y social y la anomia institucional no fuera tan grave. El dualismo, la dicotomía: Neopopulismo, en algunas caracterizaciones; y, el Neocorporativismo, no puede darse sin el enorme paraguas del Estado. El Estado se constituye en alma, vida y corazón para poder mantener el asistencialismo, el rentismo, el patrimonialismo y el clientelismo. Sin él, quedarían descarnados, paralizados.
No existe proyecto de nación, no existe en la praxis la Estrategia Nacional de Desarrollo. Esto se produce porque no hemos dado el salto de un Estado Patrimonial a un Estado Moderno, donde las instituciones, como sistema de reglas, permitan que los jugadores se sujeten a ellas. Una verdadera interacción de actores e instituciones, donde ésta última, como contrapoder, en una asunción real de responsabilidad, separa, visibiliza, evidencia y colapsa a todo aquel que no se vehiculiza como tal.