No es prudente agudizar la discusión sobre el tema de las tres causales que determinarían el carácter no penalizable de un aborto, en medio una situación de compleja transición política, agudizada por una pandemia mundial de funestas consecuencias en las esferas de la salud, la economía, las relaciones sociales y familiares. Por su naturaleza, por los dilemas éticos y morales que les son propios, este debe abordarse con espíritu de apertura al diálogo y de máximo respetos a las argumentaciones de cada una de las partes envueltas, sin prejuicios, condenas y estigmatizantes basadas en “verdades” absolutas. Sólo así evitaríamos una innecesaria crispación social en este delicado momento.
Este debate, que suscita serias divisiones en la sociedad dominicana y en la propia comunidad de cristianos de diversas iglesias, hay que tratar de canalizarlo hacia a un punto de encuentro para que, respetando las argumentaciones de cada quien, permita avanzar en la solución de cuestiones que son vitales para poder sacar este país de los efectos de la pandemia y de viejos lastres, ocasionados por gobiernos, gobernantes y otros poderes, que han antepuestos sus intereses grupales a los mejores intereses del país, sobre todo los de esa legión de pobres que ha visto agudizarse su pobreza, relativa y absoluta, en los últimos 6 meses. En ese debate no soy imparcial, tomo partida por las tres causales por las razones que se aducen para que éstas sean introducidas en el Código Procesal Civil.
También porque creo en el principio de la excepcionalidad implícita en el espíritu toda ley, regla o medida. Quienes estamos de acuerdo que cuando el embarazo de una mujer ponga en peligro su vida, en cualquiera de sus formas y plena expresión, lo hacemos invocando el carácter excepcional que los tiempos y circunstancias determinan como límites y gradualidad en la aplicación de una ley, regla o valor ético. Quienes son contrarios a ese principio, invocan al carácter absoluto de la ética de fe en torno a lo que entienden Vida. Dicen que la Vida existe incluso desde antes de la concepción. Sin embargo, no existe un acuerdo absoluto en términos científicos ni en sectores de las iglesias sobre cuándo comienza lo que se llama Vida.
Por eso, cualquier ley del estado que sobre ese tema pretenda ser absoluta encontrará la diversidad de opiniones de la pluralidad de individuos de una determinada sociedad, por demás que se agranda con el tiempo y los tiempos, lo cual obliga al recurso de la excepcionalidad, y búsqueda de un punto de encuentro, aunque ese punto nunca se dé por terminado ni, por tanto, por absoluto. Muchos sabios del catolicismo y otras religiones así lo han entendido, y pesar aciagos periodos de quemas en hogueras, de matanzas justificadas en nombre de fes y dogmas, siempre han tendido puentes para el diálogo. Hoy, muchos creyentes y no creyentes, mediante el diálogo, la reflexión, el amor al prójimo (a la vida), y por la ética del compromiso, asumen las tres causales.
En ese acto de amor, quiérase o no, expresa además de un compromiso, una confluencia de las éticas natural y de la fe. Ambas serían inconducentes cuando se plantean desde una perspectiva de lo absoluto. En tal sentido, si se quiere encontrar una armónica convivencia humana, sólo el diálogo nos aproximará. Las instituciones del Estado dominicano, específicamente el poder legislativo tiene que dar respuesta a una cuestión que tiene muchas aristas, con demasiados desacuerdos en torno a ella, por la cantidad de perspectivas con que se enfoca. ¿Cómo procesar diferencias que van desde la filosofía, la ciencia, la técnica y la fe, sino es en un clima de distensión y tranquila reflexión?
Los legisladores dominicanos deben dar respuestas muchas cuestiones con implicaciones de orden político, social, sanitario, económico, de la fe y hasta moral, que se han agudizado por los efectos de la pandemia, someterlos a presión y a obligarlos a pronunciarse sobre un tema y favorecer una posición sobre un tema que provoca crispación y división en la sociedad dominicana no es para nada correcto en este momento. Ese tema, que se ha querido llevar básicamente por los meandros de la fe, requiere un amplio diálogo. No imposiciones, porque las imposiciones agudizan los problemas, que como siempre, los de los pobres son los que más se profundizan, y aún más en momentos de pandemia como el que vivimos actualmente.