Hace días conversaba con un buen amigo periodista sobre el fatídico auge de los feminicidios en el país. Pasábamos revista a varios sucesos sangrientos que han ocurrido en las últimas semanas; con pesar, porque a mí me disgusta castigarme con tanta tragedia, pero el flagelo es más que una realidad latente. A diario se leen noticias de asesinatos de mujeres en manos de sus ex parejas y muchísimas veces el suicidio inmediato del homicida.

Aquel drama no ocupa sólo llorar los muertos, sino que deja a la sociedad la mayor de las veces, niños en la orfandad con el dolor de haber perdido a sus padres de una manera tan trágica y dolorosa. Nada fácil ni para la sociedad, ni para las familias y menos para los menores.

Entre tema y tema, me cuestionaba el colega la razón, a mi juicio, de tantos feminicidios y violencia contra las mujeres. La raíz del problema a ciencia cierta no la tengo. Y créanme, que de haberla tenido o estado cerca de ella, habría empeñado todos mis esfuerzos en dar con una solución.

Sin embargo, le comentaba que estoy convencida de que el problema de esa violencia ha echado raíces en un falso sentido de pertenencia que nos despierta el amor. Un sentimiento que supone ser tan noble y desinteresado, es a la vez capaz de despertar nuestros más graves demonios porque en algún momento uno se llega a creer la historia de que el otro nos pertenece. Ese afán, muchas veces, no nos permite caer en cuenta que nadie es de nadie.

El amor no se remite a un pacto, no se compromete con un anillo y mucho menos con un papel. Usted puede tener su pareja al lado, de gancho, de brazos o acostados en la intimidad y puede que allí sólo habite su cuerpo y nada más. Mientras su alma, su mente y el deseo anden lejos de su lado.

¿Cuántos pactos no se han roto? ¿Cuántas parejas que juraron para siempre ante un altar han terminado en divorcio? ¿Cuántas infidelidades en matrimonios disfuncionales llenos de costumbre y de pura inercia? El único pacto valedero es el que uno hace con uno mismo cuando se dispone a amar sin reservas, sin miedos y sin inseguridades. A merced del tiempo y la voluntad del otro, que toca aceptar sin reparos. El amor es cosa de dos.

En eso consiste el placer de la libertad. Entregarse sin reservas, sin miedos y en aceptar y manejar los tantos defectos que cargamos a cuestas y que al otro, al igual que a nosotros, nos toca sortear. Resulta agotador el afán de atar a una pareja, de sugestionarla, de chantajearla y ese afán es capaz de amargarles la existencia tanto al verdugo como a la víctima. Deje que los demás sean.

Nos han enseñado a luchar por el amor pero no nos han dejado claro los límites de la insistencia y lo molestoso que resulta ese insistir cuando el otro se entregó a la indiferencia del me da lo mismo. Tenemos la errada idea de que aguante es sinónimo de amor y en esa capacidad de aguantar y perdonarlo todo, se va dejando el amor propio.

Mientras tanto, yo sigo apostando a la crianza de mis hijos. Mi empeño en criar un caballero y una dama en términos de igualdad y de respeto, desde pequeñitos. Que mis hijos no sean seres ni fruto de violencia. Que aprendan del amor propio y la importancia de estar donde son queridos, pero sin resentimientos. Apuesto a la educación de un hogar lleno de amor, de seguridad, de estabilidad que se traduzca en el sentido de dignidad, de orgullo saludable y la capacidad de discernir cuando uno sobra en una ecuación. No siempre uno más uno es igual a dos y de repente hay un cero a la izquierda, que fácilmente puede ser usted.