La capacidad de entendimiento entre los seres humanos refleja en mayor o menor medida la disposición de transparencia y progreso posible consensuado. Incluso, con intereses de por medio, el arte de la convivencia democrática civilizada exige un mínimo de normas de conductas compartidas que garanticen las reglas del juego, el respecto a la vida, a los derechos civiles y a la dignidad de sus protagonistas.

Sin embargo, desde hace cierto tiempo, los actores principales del país político, judicial, social, económico y religioso, se han enfrascado en una lucha intensa de posturas y principios radicales contrapuestos, donde el diálogo sensato ha dado paso a las amenazas, los insultos, las maldiciones gitanas, la incordia y la marcada tendencia a imponerse sobre otro sin la más mínima consideración.

Dicha violencia verbal en los medios de aquellos llamados a ser ejemplo y referente a seguir, se ha ido traduciendo en el cuerpo social de forma paulatina en una agresión física matizada con golpes, puñaladas, disparos, puñetazos, empujones, y el caos en actos públicos o en medio de un debate, en desmedro de la sana convivencia nacional, la paz y la transparencia necesaria entre hijos y hermanos de una misma nación.

La evidencia más patente de dicho estado de anomia social lo constituye, más allá del virus de la corrupción, el irrespeto ya no sólo a las instituciones llamadas a sustentar la nación o el estado, sino también el franco desafío al principio de la autoridad debida, así como la violación abierta y descarada al debido proceso y a las garantías procesales, en un sistema que parece derivar sin correctivos efectivos ni consecuencias a la vista.

Ningún proyecto de nación civilizada puede avanzar un milímetro hacia su objetivo, cualquiera que sea, si descarta en su proceso de conflictos naturales las reglas del juego válidas tanto para los de arriba como para los de abajo. Ello conlleva de por sí un estado de confusión y sobresaltos, contrario a la estabilidad y la tranquilidad que requiere la búsqueda del progreso tanto político como social y económico, y no la ley de la selva como el reciente ejemplo registrado en un centro polideportivo en Santiago.

La violencia como recurso pretende ensañarse en el tejido nacional a todo costo, sin respetar espacios sagrados, hombres, mujeres, ancianos y niños, y sin tomar en cuenta que una vez se quiebre el dique de contención social, legal y penal, detener sus aguas resultaría traumático, penoso y cuesta arriba. No sólo para quienes la prohíjan sino también para aquellos que la alimentan con sus conductas dolosas y corruptas. Ellos afectan a la sociedad, la cual parece navegar sin brújula ni capitán.

Los temas sobre el aborto, el sistema penal, LGBT, corrupción, feminismo, falta de transparencia, la ley electoral, autoridad competente, la basura asfixiante, falta de electricidad, cobros y embargos compulsivos ilegales, robos al estado, brutalidad policial, frontera inefectiva, armas ilegales, monopolios y oligopolios, leyes pendientes en el Congreso, evasión y excesos de impuestos, contrabandos, bancas de apuesta, alcoholismo, tráfico de drogas, bajos salarios, educación deficiente, delincuencia rampante, asesinatos por encargo, carteles sindicales y un largo etcétera, sólo pueden ser asumidos y resueltos de manera contundente con la genuina voluntad nacional.

El gran dilema que se enfrenta a diario en el país no es el miedo a los antisociales pobres o a los de cuello blanco, en las calles, hogares o negocios. Es si se tiene el carácter, la voluntad y el valor como nación para enfrentar retos comunes arcaicos con soluciones nuevas y efectivas; o si la desidia, el lodazal moral y social, y el caos deprimente actuales lleven a un despeñadero tarde o temprano, se diluya el principio de pueblo y de nación, y tengamos que llorar como mujeres lo que no supimos defender como hombres.

Para entonces, tal vez hayamos de concluir que se perdió el tiempo en discusiones y debates estériles. Donde más que país, actuamos motivados por intereses espurios y tribales. El haber convertido estado y sociedad en una Torre de Babel llena de ilegalidades. Donde nadie quiso entenderse de buena fe, más allá de su egoísmo propio al dinero, la droga, el poder o la violencia. Así no se hace nación ni tampoco habrá futuro para las actuales ni las nuevas generaciones. Urge reflexionar sobre el rumbo que se lleva en nuestra cruda realidad pública y privada…