La obra de Franklin Mieses Burgos tiene un carácter simbólico y creo que en ello reside una de sus virtudes. Por una parte, es una obra que no pretende haber llegado: más que una obra, es un obrar; no está condenada tampoco a superar etapa a proponerse cada vez como realización culminante. Por la otra, es una obra cuyo decir no es finalmente sino lo que le queda o no puede ya decir, lo indecible; sólo que es lo indecible lo que le hace decir, lo indecible; sólo que es indecible lo que le hace decir lo que dice. Este rechazo a toda madurez o a toda perfección encierra una secreta sabiduría: no sólo evita la petrificación y lo que suele llamarse estilo (una suerte de esencia verbal), sino que se constituye en una energía.

Lo instantáneo y lo inacabado pierden así toda connotación negativa: es el instante mismo. El instante como pasión y, de nuevo como ascetismo: el impulso de escribir y la conciencia de la fragilidad de todo escribir. Sólo vivimos un poco, a cada instante, de lo que el instante nos propone. Y sin embargo, cuanto vivimos configura el instante mismo, instante que no es sino lo que vivimos de él. Es necesario que nos impregnemos, como ha dicho Gaston Bachelard (1973), de la total igualdad del instante presente y de lo real.

En el instante mismo en que brota el presente, dice Henri Bergson (1985), se desdobla, en todo momento, en dos chorros simétricos de los cuales uno recae en el pasado mientras el otro se lanza al porvenir.

Así, tanto en las consecuencias relativas a la evolución de la vida, como en su primera forma intuitiva, vemos que la intuición temporal en Mieses Burgos es exactamente lo contrario de la intuición bergsoniana. En este sentido, la verdadera duración del tiempo es su duración; el instante no es más que una abstracción, sin ninguna realidad. Resulta impuesto desde el exterior por la conciencia del poeta, que sólo comprende el devenir al reparar en los estados inmóviles.

Para Mieses Burgos, la verdadera realidad del tiempo es el instante; la duración no es sino una construcción, que no tiene ninguna realidad absoluta. Ella está hecha desde el exterior por la memoria, poder de imaginación por excelencia, que quiere soñar y revivir, pero no comprender.

La memoria “reabsorbe”, por así decirlo, el tiempo en la eternidad. La memoria es de este modo, el lugar en el que nos liberamos del tiempo, supera el pasado, abole la relación con el pasado como tal, para alcanzar la presencia intemporal de la esencia. Esta parusía en la que todo el pasado se ilumina y se disuelve en presencia indestructible, en la que todo el exterior deviene interior, en la que todo lo que fue sufrido o padecido se invierte en acto, evapora el tiempo en las calmadas brasas de la eternidad. Cuando nada se ha perdido, para Mieses Burgos, todo se ha consumado, el primer recuerdo es ya portador del testimonio del fin de los tiempos, y su poesía se convierte en un ente escatológico. El mismo Mieses Burgos, que hace poco caso de la memoria y apenas habla de ella sino para mostrar su debilidad e imperfección, sin embargo ve en ella una manifestación de nuestra intemporalidad fundamental:

Sólo se es libre cuando se está solo,

y aún así se es prisionero siempre

de esa invencible soledad

que adviene con nosotros

desde el preciso instante

de nuestro acongojado nacimiento.

Por otra parte, debemos advertir que el tiempo lineal viene a ser, para Mieses Burgos, un artificio ontológico de la imaginación. También, en este autor, se adapta sin dificultad: se analiza la intensidad lírica por el número de instantes, en donde la voluntad se aclara y se dilata, tan fácilmente, como el enriquecimiento gradual y fluyente del yo. Por ello Mieses Burgos puede decir en “Barro inaugural”, poema incluido en su libro Dionisio Vulnerado (19491950):

No es posible que exista sin que me piense nadie.

Mi realidad me hastía de ser para mí sólo.

Sin otro que me sienta temblar, yo no sería…

En otras palabras, somos seres errantes, sin centro, pero esa errancia es ya una forma (la única) de presencia. Esta presencia –que es errancia, no se olvide– aparece en el poema: no en el poema como obra sino como acto es doble: el de la soledad que la escribe y de la comunión, así como ésta presiente su secreto sentido en aquélla. Este doble presentimiento no debe hacer suponer una correspondencia entre vacío y plenitud. No es que Mieses Burgos esté solo o que escriba sobre (desde) la soledad; su escritura misma es solitaria, y por ello mismo, busca la comunión con el lector. Signos dispersos que buscan una posible unidad. A su vez, la comunión del lector es posible sino por el llamado que esa soledad le hace.

Para Maurice Blanchot (2000), la soledad de la obra –la obra de arte, la obra literaria– nos descubre una soledad más esencial. “Excluye el aislamiento complaciente del individualismo e ignora la búsqueda de la diferencia; el hecho de sostener una relación…en una tarea que abarca y domina la extensión del día, no disipa esa soledad. El que escribe la obra es apartado, el que la escribió es despedido. Quien es despedido, además, no lo sabe. Esa ignorancia lo preserva, lo distrae, autorizándolo a perseverar. El escritor nunca sabe si la obra está hecha. Recomienza o destruye en un libro lo que terminó en otro”.

En este sentido, el infinito de la obra no es sino el infinito del ser. El ser quiere realizarse en una sola obra en lugar de hacerlo en el infinito de las obras y del movimiento de la historia.

Sin embargo, la obra –la obra arte, la obra literaria– como dice Blanchot, “no es ni acabada ni inconclusa: es. Lo único que dice es eso: que es. Y nada más. Fuera de eso no es nada. Quien quiere hacerle expresar algo más, no encuentra nada; encuentra que no expresa nada. Quien vive dependiendo de la obra, porque la escribe o porque la lee, pertenece a la soledad de lo que expresa la palabra ser: palabra que el lenguaje protege disimulándola, o a la que hace aparecer desapareciendo en el vacío silencioso de la obra”.

La soledad de la obra tiene como encuadre esta ausencia de exigencia que nunca permite llamarla acabada o inconclusa. Es tan inútil como indemostrable; no se verifica, la verdad puede aprehenderla, la fama puede iluminarla, pero esa existencia no le concierne, esa evidencia no la hace ni segura ni real, no la vuelve manifiesta, porque el sólo hecho de ser/es ya una destrucción, como ha escrito Franklin Mieses Burgos, en su libro, El Angel destruido (19501952).

La obra es solitaria, y esto no significa que permanezca incomunicable, que le falte lector. Pero el que la lee participa de esa “afirmación de la soledad de la obra, así como quien la escribe pertenece al riesgo de esa soledad”.

El poema, pues, no es concentración sino porque parte del vacío: es en esta dialéctica, donde podría fundarse un sentido nuevo de la totalidad. Sólo así, además, la poesía podrá volver a ser significativa: al pretender dar cuenta de la significación del mundo eludiendo el hecho de que esa significación se ha desvanecido, adopta un sentido crítico que, a su vez, es el sentido de donde pueden emanar las nuevas significaciones.

¿Quieres decir han muerto;

que no existe quien pueda

humanizar de nuevo

los pesares del mundo?

En el mundo de la identidad absolutamente contradictoria las individualidades múltiples, en cuanto perspectivas, poseen el carácter de un mundo. De modo similar a como sucede en el pensamiento mítico de Franfkin Mieses Burgos, en el que cada texto, a la vez que expresa el mundo, constituye un punto de apoyo para la autoexpresión del mundo. Y esta concepción del mundo se encuentra detrás de Franklin Mieses Burgos de concebir la relación entre los individuos y el reino de los fines.