En el total de la obra de Franklin Mieses Burgos (Santo Domingo, República Dominicana, 1907–1976) se verifica un fenómeno de desarrollo en la relación del poeta con su “materia sensible”, fenómeno que tal vez sea, sobre todo por su comienzo, algo único en la poesía dominicana.
Así, en su libro Sin mundo ya y herido por el cielo (1943–1944), que muchos críticos sólo atinan a calificar de “metafísico”, no es el hombre mismo quien habla, sino el “objeto” de su tarea. Un formidable magma primordial, el Ser, se presenta, por mediación del poeta en su más rudimentaria informalidad, y el poeta aparece absorbido en ese misterio. Los dominios imprecisos van sucediéndose y configurándose: la soledad y la angustia, el dolor y la incertidumbre, la muerte y el vacío, lo inerte y lo sensible, lo viviente y lo instintual, hacen manifestación de su existencia en ritmos y sentidos aún indeterminados en su dirección. Así van buscando forma, lentamente, de los estratos más alejados de lo consciente, cuando en la “oscuridad de la noche original” comienzan a producirse los primeros movimientos elementales, las irritaciones rudimentarias, la destrucción y el deseo, el tacto y sus carencias, la errancia y la alegría, la penumbra y la luz, las expansiones y las contradicciones, las afinidades vagas y la nebulosa germinal en el silencio sin nombre todavía, ni estructuras.
Gracias a ese sueño en que el hombre y la materia yacen y resbalan soterrados, empujados por obscuros y vitales impulsos para un despertar, el mundo abisal se hace presente, no precisamente como lenguaje verbal, sino como “presión ontológica” en el espacio interno de nuestro medio corporal y anímico, operando en el recinto de nuestra “conciencia visceral”, que normalmente vive como inconsciencia, aunque pronta y susceptible en extremo a esos llamados. El misterio se hace lenguaje sin perder su condición de misterio.
Para el poeta, esa “despersonalización” significa, sin duda, un auténtico descenso a los infiernos, donde la visión aún no existe ni hay claras distinciones. Sólo un caldo espeso de significados irracionales, de impulsos primarios y poderosos, en el que también sólo a tientas se puede bucear, debiendo el poeta hacerse él mismo parte indistinta del magma, licuación y tendencia, apenas insinuaciones en la penumbra, para, más tarde, abrirse un penoso paso hacia la ordenación y la forma. Es un prodigio haber logrado una expresión, ya que, en esos dominios, expresar implica el riesgo de falsificar. La calidad primigenia, que es, por naturaleza, inexpresión y solo soledad confusa.
Todo es puro lenguaje: dialéctica tan sólo;
Porque en el drama eterno/de este suelo elegido
Nada existe a no ser/ nuestra propia existencia.
La tarea del poeta consiste en crearse a sí mismo, aboliendo el yo poético. Se trata de un movimiento infinito, una proyección hacia el futuro, una posibilidad permanente, que no logra ser nunca una realidad definitiva. Franklin Mieses Burgos vislumbra la posibilidad de transformar el yo en un proyecto de lenguaje, pues el yo no vive sino para alcanzar ese absoluto inasequible, esa serenidad inalcanzable, el sol de una exaltación total.
Frente a esta situación, Mieses Burgos opta por la dimensión del porvenir, como posibilidad infinita de libertad. Una vez que ha descubierto el Mundo y su tumultuosa historia, se encierra en su soledad, separándose de la posibilidad infinita del ser.
La idea de que el hombre es mortal por naturaleza y esencia parece extraña por completo al pensamiento mítico de este autor. A este respecto existe una diferencia notable entre la creencia mítica en la inmortalidad y las formas posteriores de una creencia puramente filosófica. Si leemos el Fedón de Platón nos daremos cuenta de todo el esfuerzo que hace el pensamiento filosófico para proporcionarnos una prueba clara e irrefutable de la inmortalidad del alma humana. En el pensamiento mítico el caso es bien distinto. La carga de la “prueba” corresponde a la parte contraria. Si algo necesita “prueba”, en Mieses Burgos, no es el hecho de la inmortalidad, sino, el de la muerte y el mito que nunca admiten estas “pruebas”, pues niegan enfáticamente la posibilidad real de la muerte.
Todas estas expresiones poéticas significan la abolición de un Orden, de un Cosmos, de una estructura orgánica y la reinmersión en un estado fluido, amorfo; en una palabra, caótico. “Prueba” esto, a nuestro parecer, que las imágenes ejemplares perviven todavía, como ha dicho Mircea Eliade (1982), en el lenguaje y en los clisés del hombre moderno.
El poeta parte de la negación y la crítica: el yo es una falacia o una ilusión. Lo es, primeramente, desde un punto de vista ético: todo yo conduce, de manera engañosa, a proponerse como centro. Pero lo es también desde un punto de vista social: la historia moderna ha convertido al poeta en un ser marginal.
El poeta Mieses Burgos rechaza, en efecto, la noción ontológica del yo. ¿En qué sentido? El yo como hecho consumado o como proyecto concluido y perfecto; como creación original del texto; como imagen totalizadora del mundo. Dar por establecido esto ¿no sería hacer la existencia de lo que justamente se ha perdido: la coherencia y la homogeneidad del mundo? Todavía en el siglo pasado el poeta podía concebir su obra dentro de tal coherencia y aun –con mayor rigor– como clave o doble mágico del universo. Es sabido que este fue el propósito de Mallarmé; pero su rigor extremo no se encontró sino con la imposibilidad. Su último gran poema, Un coup de dés, es la oposición del azar, pero a un tiempo, sin final encarnación. Queriendo abolir el azar mot á mot, no logra en última instancia sino aceptarlo y aun perpetuarlo (Un coup de dés jamais n` abolirá le hazard). Por otra parte, del libro que él proyectaba –esto es, el libro que fuese el texto–mundo– sólo quedaron fragmentos, frases, huellas verbales. De suerte que la noción mallarmeana de la Obra lo que hace es mostrar la precariedad de toda noción de obra.