Todas las sociedades construyen mitos y experiencias que trillan el camino histórico que recorren. En ese proceso, la política es el espacio donde se imaginan y concretizan esos mitos y experiencias. Hay sociedades de progreso e invenciones, de movilidad social y bienestar, donde la política es el espacio para debatir modelos, y las elecciones el contexto para elegir entre ellos. Es lo más cercano a una democracia que conocemos.

En la República Dominicana, la política nunca ha sido un contexto para concretar planes reales de transformación para el bienestar de la sociedad. La política ha sido siempre el espacio primordial para la apropiación de recursos públicos por unos pocos, aunque el matiz de la política haya cambiado, y aunque ahora se vea con nostalgia a los políticos de antes (a propósito, es increíble leer artículos o escuchar comentarios donde se presenta a Joaquín Balaguer como una maravilla de la administración pública, cuando el propio Balaguer dijo que la corrupción solo se detenía en la puerta de su despacho).

Desde la Independencia de la República hasta el año 1978, lo que movió la política dominicana fue la necesidad compulsiva de pequeños sectores dominantes por apropiarse de todo. Los períodos de gobierno de Lilís, Estados Unidos, Trujillo y Balaguer son claros ejemplos. El legado fue precarias instituciones y algunas obras de infraestructura. La naturaleza autoritaria de esos gobiernos creó opositores con ideales democráticos que nunca se concretaban. A un proyecto autoritario le seguía otro, aunque la modalidad del autoritarismo cambiara.

Así llegó la República Dominicana a 1978, momento en que el sueño democrático pareció arribar a puerto. Eran tiempos nuevos en toda América Latina. Había cansancio con las dictaduras, y el capitalismo había generado suficiente crecimiento económico para gestar una clase media, aún en países subdesarrollados. Comenzaron a caer los dictadores, y con ello, a surgir y a crecer los partidos políticos.

En toda América Latina se creó la ilusión de un salto al desarrollo y a la democracia; también en la República Dominicana.

Mirando casi 40 años hacia atrás (1978-2017), encontramos que aunque muchos dictadores se marcharon, los partidos políticos han seguido reproduciendo la misma lógica del pasado. La clase política casi en su totalidad se apropia con impunidad de los recursos públicos.

Sea con el PRSC, el PRD, o el PLD, y los tantos partidos pequeños que les han acompañado en el poder, la corrupción y la impunidad han imperado siempre. Los empresarios, adictos a los subsidios y a pagar bajos salarios, han apoyado a los políticos en ese modelo usurpador, los sectores medios conforman el funcionariado público, y el pueblo recibe fundas, cajas o tarjetas.

La significación del caso Odebrecht no es solo el robo, sino la sistematicidad del robo; no solo su inmenso impacto en Brasil, sino su alcance regional.

El fracaso de América Latina (República Dominicana incluida) en gestar sociedades de mayor igualdad y bienestar radica en la plaga endémica de grupos de poder dedicados al robo público con impunidad. Así ha sido bajo el capitalismo y el llamado socialismo (véase el desastre en Venezuela).

Lo que mueve la política dominicana es la corrupción y el clientelismo, y la democracia electoral amplió la participación en el reparto, aumentando el desparpajo político.

Esa lógica política trae malestares y desgastes gubernamentales, ¡claro!, y cuando eso ocurre, se cambia de gobierno; hasta que ocurre una gran crisis económica que arrasa con los partidos y abre la puerta al personalismo populista.

En el caso Odebrecht hay tantos potenciales culpables en la República Dominicana, que todos buscan quedar absueltos.