No soporto el perfume de las damas en los velatorios. Huele a azucena marchita. Su mezcla con el aroma de las flores me provoca náuseas fúnebres; la muerte merece un fuerte olor humano.

Cuando era niño me conmovían los histerismos luctuosos. En un recodo polvoriento de mi memoria guardo las imágenes de los desmayos, los trances epilépticos, los gritos desgarrantes, los rezos impenitentes, la porfía de los deudos para retener el féretro cuando llegaba la decisión del entierro y el aroma flotante del café colado. Hoy la muerte se celebra en aire acondicionado. El funeral es un protocolo donde el lenguaje emotivo se rinde a rígidos códigos de urbanidad. Las gafas Prada, Gucci y Cartier esconden la sinceridad del dolor o la frialdad de la hipocresía. La asistencia al ritual es un acto de inexcusable cumplimiento social y el sentido solidario se evapora entre coloquios y murmuraciones bizantinas. Pese a todo, pocos relajamientos humanos le roban la solemnidad a la muerte.

Suelo asumir la muerte como una reflexión dinámica e inacabada de la vida, sin fatalismo ni aflicción. He aprendido que su razón descubre el verdadero tamaño de la existencia. La mortalidad nos regresa al origen y al valor de las cosas, sin artificios ni rellenos; nos provoca a discernir lo trascendente de lo fútil, lo perdurable de lo perecedero. Más que un misterio insondable, es el tensor compensatorio de la vida que nos da cuenta de nuestras fronteras o miserias y nos tasa a igual valor. La muerte es la expresión matemática de la inexorabilidad y la tabla rasante de la igualdad final.

¡La muerte y sus encantos dormidos!: su frío misterio, su mirada escondida y su juicio concluyente. Nos convoca, al filo de los límites más remotos, a la verdad absoluta. En su oscuridad se revela la existencia en toda su luz. ¿En cuál otro momento y estado de la razón podemos estar tan absolutamente solos? Ausentes y ajenos de todo, sin más testigo que la nada, ni siquiera de la vida a la que podamos aferrarnos inútilmente. Me cautiva su silencio inescrutable que deja implícitas tantas verdades e inconclusas tantas grandezas. Lo mismo que su arrogancia; sí, esa insolencia sádica con la que impone su dictamen inapelable. Su moral, tan insobornable, nos compara en desdichas sin reparar en la nobleza de nuestras cunas, en los méritos y logros de nuestra historia, en el fulgor de nuestra fama ni en las honduras de nuestras huellas. ¡Qué despótica!

Somos arrojados a una existencia tan tirana que a veces nos niega razón, tiempo y derecho para juzgarla. Más trágico que morir es vivir con la duda de saber para qué; es desolador ser llevado a la nada con la misma desnudez que una vez nos vistió la vida. Un destino presentido al polvo sin más remedio que esperarlo.

Siento pena por el que no sabe vivir, prisionero del tiempo, del oro o del ego; verdugos que esclavizan los años y desvalijan la vida de sus verdaderos tesoros. El dinero es tan barato: no sirve para comprar un mimo susurrado, una ventana al sol, un coral entre la arena, unas arrugas bendecidas, una mirada del alma, un ocaso taciturno, un tiempo errante, un camino abierto, un ladrido a la distancia, una tarde bañada en gris o el rugido de un follaje. El maldito ego es troglodita y cavernario; no se sacia: devora con avidez felina las loas y los embelesos. Algunos de sus ilusos reos ignoran que a veces detrás de una lisonja duerme una traición. Nada humano me decepciona. He aprendido a vivir suspicazmente, por eso no me envanecen los halagos ni me marean los tributos.  Los demás siempre serán mejores, así salgo de la competencia vanidosa de la vida.

La descomposición de la carne es una de las verdades biológicas más repulsivas pero de enseñanza humana infalibe. En su depredación, las moscardas de la carne (larvas que se desarrollan en las carroñas y el estiércol) no las intimidan ni el desarrollo de las neuronas, ni los senos erectos, ni las curvaturas del cuerpo, ni la gloriosa historia de la carne que devora; su voracidad, instintiva y brutal, solo reconoce y apetece al tejido humano para carcomerlo hasta los huesos sin protocolo ni buenas maneras.  Las categorías, las marcas, las distinciones y los títulos son ajenos al pestilente pero noble reino de los sarcofágidos.

Si alguna memoria quiero dejar de lo que soy nunca será lo que supe o tuve sino lo que hice en la vida de los demás. Al final, la muerte nos sepultará en el mismo olvido. Me importa una mierda los reconocimientos; total, nunca los he recibido ni creo merecerlos. Pueden hacer lo que quieran con la memoria de mi existencia; apenas he sido un paso leve e inadvertido de frágiles raíces. Solo aspiro a habitar en la soledad de quienes me aman, esos que pueden contar mi verdadera historia. Por lo demás, me importa un bledo el olvido; ojalá sus volátiles areniscas deshagan prontamente mis pisadas. Vuelvo a la nada lleno de todo, con ganas de eternidad y hambre de horizontes: entonces viviré para siempre… más allá del sol y de cara al infinito. "¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?" I Corintios 15:55.